Tears in heaven

8fcd9a80f3dd564a1bbbfeb3724e0286_620x4121No podía ver su rostro bajo el pasamontañas pero sus ojos color miel me recordaban esos desayunos a medias los domingos bien temprano, cuando las calles todavía bostezaban y la mañana empezaba a gatear. Estaba nerviosa, temblorosa y al borde de un ataque de ansiedad, ni siquiera la música procedente de la radio encendida era capaz de relativizar mi estado de ánimo. Sonaba “Hotel California” de los Eagles, una de esas canciones que te transportan a ese pasado de cervezas y risas con amigos en vuelo directo. Estaba demasiado asustada como para tararear una letra que me sabía de memoria. La tensión hacía que mis cervicales aullasen y la rigidez de mi cuello estaba a punto de volverse crónica. No entendía los motivos de esa ira contenida que me apuntaba sin titubear.

Me tenía allí sentada, inmóvil, con las manos atadas al respaldo de la silla. Había usado unas bridas negras que extrajo de una especie de mochila que portaba y cualquier intento por liberarme me hacía daño. No quería oírme, así que también me tenía amordazada con una pañuelo de seda que él mismo cogió de una de las estanterías de mi tienda. Ese negocio familiar que me costó sudor y muchas lágrimas reflotar después de la crisis, estaba siendo ahora testigo de mi punto y a parte en una vida que no había sido muy justa conmigo. Siempre fui una persona a la que lo fácil le daba la espalda y tuve que aprender a sobrevivir en un océano de tiburones con hambre de rubias ingenuas.

Después de una infancia sin padre, un fracaso universitario, dos novios formales y un embarazo no deseado, me casé. Pensaba que con él todo sería distinto, que mi suerte cambiaría pero una vez más me equivoqué. Sus celos enfermizos fueron tejiendo una cárcel a mi alrededor y mi vida social fue marchitándose poco a poco hasta el extremo de desaparecer. Tampoco era buen ejemplo para Noa, que a sus cuatro años sólo necesitaba el cariño y las atenciones de un padre que había huido como un cobarde. Decía que me quería por encima de todo, más que a su propia vida y si, fuimos muy felices durante un tiempo pero a medida que transcurría la vida a su lado, todo se volvía caótico, gris como los barrotes de una cárcel. Yo no entendía el amor de la misma manera y le propuse que nos separásemos. No hubo discusión, ni pelea, sólo una frase: “Si no eres para mí, no serás para nadie” que achaqué a su decepción. Al día siguiente recogió sus cosas y se marchó sin despedirse. Me extrañó su comportamiento tan racional y me dolió que al final, lo encajase de una forma tan cívica, prudente y respetuosa. A partir de ahí, me centré en mi tienda de ropa y en ese pequeño tesoro de tirabuzones dorados que me sonreía por costumbre cada tarde al volver a casa.

Me miraba casi sin parpadear, desafiante y en silencio. Yo suplicaba con los ojos inundados una liberación que veía innegociable e inadmisible. Se había cuidado de poner el cartel de cerrado en la puerta y de cerrarla con llave para que nadie entrase, pero le daba igual que nos viesen en el interior a través del cristal. Tarde o temprano, se asomarían curiosos y podrían ver la escena en primera fila. Joven empresaria acribillada a balazos en su propia tienda, ese sería mi titular en prensa.

La banda sonora de mis últimos momentos tenía sobredosis de añoranza, pero no conseguía ni apaciguar mi desesperación, ni relajar ese odio con que me miraba mi verdugo. Ahora sonaba en la radio “Tears in heaven” de Eric Clapton. No pude contenerme y rompí a llorar. Lloré todo el miedo y la angustia, lloré la impotencia y la rabia contenida y sobre todo, lloré por esos ojitos azules de cuatro años que iba a dejar de ver. Mi dolor húmedo caló en sus huesos y mientras uno de los mejores guitarristas de la historia clamaba al cielo que no hubiese lágrimas tras la muerte de su pequeño Connor, él bajó las armas con las que me encañonaba, le temblaba el pulso y se cayó de rodillas ante mí suplicando perdón. Ninguno de los dos podíamos parar de llorar, yo por el miedo y él por la vergüenza de haber deseado poner fin a la vida de la que había sido su princesa.

Quizá Clapton tenga razón. En el cielo no habrá más lágrimas porque ya se vierten todas en la tierra…

10 comentarios sobre “Tears in heaven

    1. Gracias Wolf. A que no adivinas qué día lo envíe?? Jaja, siii, el último a las once de la noche. Si es que siempre me pilla el toro!! Y es lo primero que se me pasó por la mente… Un besote! Me alegra que te haya gustado!

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  1. El relato, muy bien construido. El ritmo, perfecto. El tipo-de-las-pistolas, no tanto.
    ¿Pasamontañas? No, quieren que sepas que son ellos, lo refuerza el llevarlo a cabo en un lugar público. ¿Dudas de última hora? Poco verosímil en ese tipo de perfil psicológico. Si, por ejemplo, hubiese entrado en ese momento por la puerta trasera la niña, sí, sería entendible que se viniera abajo. Pero para él la mujer es un objeto y ninguna lágrima puede alterar su realidad.

    En cualquier caso, estaré expectante a una nueva entrega de prosa. 😉

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    1. Gracias por tu aportación Jota A. Bueno, al final, decidí ablandarlo con los recuerdos de su mente, la mirada suplicante del que fuera su amor y la canción de Claptón (que enternece hasta al más despiadado) Pero sí, si hubiese entrado la niña hubiese sido más creíble.
      Por tu comentario deduzco que eres más de prosa que de poesía 😉
      Un saludo!!

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  2. Virginia, me ha gustado tu relato. Parece que todos coincidimos en que es un buen texto (Porque lo es). También he tenido la oportunidad de escuchar el programa de «Urbanitas entre versos» y debo decir que oír los poemas de tu libro, en tu propia voz, resulta maravilloso y emotivo.
    ¡Felicitaciones!
    Un saludo.

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