El teléfono comenzó a sonar de madrugada. La melodía asignada a números desconocidos, tambaleó el frágil sueño de Ariadna. Tenía magulladuras por todo el cuerpo que le recordaban la tarde anterior y un fuerte dolor más psíquico que físico. Entornó su mirada hacia la mesita de noche y no dudó en ignorar el reclamo. Como pudo, se giró sobre sí misma y le dio la espalda a una realidad que la acechaba incesante y de la que no podía o no sabía cómo liberarse. Apretó de forma inconsciente los puños, clavándose las uñas en las palmas de unas manos que se rendían al castigo que le había tocado vivir. Convencida de quién era, rompió a llorar presa del desconcierto.
El contestador automático, advertía a los interlocutores que no estaba en casa en un tono tan cordial que nadie se podría imaginar su verdadero estado de ánimo. Lo mantenía en secreto por vergüenza. No podía soportar la idea de que la señalasen con el dedo los vecinos. Vivía en un barrio de clase alta, donde se respiraba paz y tranquilidad en cada recodo. Su chalet de dos plantas marcaba el inicio de una serie de casas iguales, con jardines siameses ocultos tras setos de notable envergadura.
Se había mudado a esa vivienda, justo después de casarse con don dinero. Lo que en un principio parecía un negocio redondo, pronto pasó a convertirse en una pesadilla de las que no sabes cuando podrás despertar. Desde entonces, guardaba las apariencias como podía; camuflándose en capas de maquillaje, resguardándose al abrigo de prendas que disimulasen los cardenales salpicados por todo su orgullo, utilizando gafas de sol incluso cuando éste estaba poco o nada presente, sonriendo a todo aquel que se paraba a saludarla aunque le costase la vida y engañando en general, a su entorno más cercano con falsas anécdotas de princesas felices que comen perdices y que le costaba inventar por su limitada capacidad de imaginar cuentos.
El largo pitido del contestador fue atropellado por una voz amenazadora que se había quedado con ganas de más. Los insultos se mezclaban con injurias y calumnias en la misma proporción, haciendo un combinado infumable para sus pulmones encharcados de amargura. Cada palabra que Jaime escupía al auricular, era como un puñetazo en las entrañas de Ariadna, que se debatía entre el miedo y la pena. Cada frase penetraba certera en su interior, arrasándolo todo a su paso. Los gritos daban paso a susurros esquizoides, donde las amenazas se convertían en deseos carnales. No sabía en qué momento había consentido que Jaime le propinase el primer golpe físico, sólo era consciente de que desde entonces, su vida se había convertido en un calvario sin sentido del que no se veía con fuerzas ni ganas de escapar.
Al cabo de unos minutos, el discurso inagotable de su marido iba perdiendo fuerza a medida que la ganaban sus sollozos. Lloraba él y lloraba ella, atrapados en un submundo desolado por la impotencia de ambos. De pronto, la señal de interrupción de llamada hizo iluminó la penumbra de la habitación, confiriéndole un aspecto tétrico y amargo.
Jaime, era un cuarentón que se hizo rico de una forma tan inesperada como inapropiada. Un negocio maculado propuesto por un colega de despacho, le proporcionó fama y dinero a espuertas y de una forma más rápida de lo que pudo asumir, por lo que su cordura se desequilibró convirtiéndole en una persona excéntrica, egoísta y un tanto mezquina. Sus caprichos no conocían fronteras, ni límites. Al poco de reunir la fortuna que le echaría a perder, conoció a Ariadna. Una joven universitaria deslumbrada por el poder del nuevo rico, que se enamoró enseguida de sus marcados abdominales y sus cuentas en Suiza. Pasaron un tiempo de felicidad aparente, entre eventos para gente VIP, fiestas privadas y paparazzis en la puerta, pero pronto la burbuja de lo perfecto estalló en su cara y comenzó el trato degradante y destructivo. Jaime no podía controlar sus celos. Le poseían de forma tan obscena que ni él mismo podía soportarlo. Empezó a tratarla como una de sus pertenencias primero y como un objeto molesto después. La quería de un modo irracional y enfermizo y a la vez, la odiaba con todas sus fuerzas.
La noche transcurrió lenta y agónica. Ariadna, logró conciliar un sueño ligero en el que la vigilia se confundía con breves pesadillas. Se levantó cuando el alba despuntaba en el horizonte, incapaz de permanecer más tiempo en un lecho que había visto de todo. Le dolía cada músculo de su cuerpo, cada articulación le recordaba la paliza con la que le había obsequiado su desquiciado marido la tarde anterior. Se arrastró como pudo hasta la cocina a por un vaso de agua fresca. De camino, observa un sobre blanco en el suelo, muy cerca de la puerta de entrada. Extrañada se agacha a recogerlo. Una punzada de dolor recorre su costado derecho y se lleva una mano a la zona intentando calmar los efectos, mientras se agarra con la otra al mueble que recibe visitas. Se lleva el sobre a la cocina mientras sopesa su contenido. Está cerrado y no pesa demasiado. Mientras se sirve el agua de la nevera, remira el hallazgo con cautela. Decidida, lo recoge de la encimera y rasga un lateral intentando no romper el contenido. De su interior extrae un billete de avión a su nombre sólo de ida. Traga saliva con dificultad mientras repasa los datos del vuelo. La fecha de salida era el viernes a las 09:35 a.m , faltaba un día. El destino, París. Agita el sobre para comprobar si hay algo más y a la segunda sacudida, se desprende una tarjeta amarilla con una nota escrita a máquina. “Te doy tres días de ventaja, nena. Vuela o muere. El sábado saldré a buscarte y como te encuentre… ¡¡¡booomm!!! mi muñequita se convertirá en cenizas…” Vuelve a tragar saliva con dificultad y se da cuenta de que está temblando.
La nota no estaba firmada, pero Ariadna reconoce la autoría de Jaime enseguida. Nadie más que él la llamaba muñequita…