Volar o morir

Winter_by_KatrinaStranger

El teléfono comenzó a sonar de madrugada. La melodía asignada a números desconocidos, tambaleó el frágil sueño de Ariadna. Tenía magulladuras por todo el cuerpo que le recordaban la tarde anterior y un fuerte dolor más psíquico que físico. Entornó su mirada hacia la mesita de noche y no dudó en ignorar el reclamo. Como pudo, se giró sobre sí misma y le dio la espalda a una realidad que la acechaba incesante y de la que no podía o no sabía cómo liberarse. Apretó de forma inconsciente los puños, clavándose las uñas en las palmas de unas manos que se rendían al castigo que le había tocado vivir. Convencida de quién era, rompió a llorar presa del desconcierto.

El contestador automático, advertía a los interlocutores que no estaba en casa en un tono tan cordial que nadie se podría imaginar su verdadero estado de ánimo. Lo mantenía en secreto por vergüenza. No podía soportar la idea de que la señalasen con el dedo los vecinos. Vivía en un barrio de clase alta, donde se respiraba paz y tranquilidad en cada recodo. Su chalet de dos plantas marcaba el inicio de una serie de casas iguales, con jardines siameses ocultos tras setos de notable envergadura.

Se había mudado a esa vivienda, justo después de casarse con don dinero. Lo que en un principio parecía un negocio redondo, pronto pasó a convertirse en una pesadilla de las que no sabes cuando podrás despertar. Desde entonces, guardaba las apariencias como podía; camuflándose en capas de maquillaje, resguardándose al abrigo de prendas que disimulasen los cardenales salpicados por todo su orgullo, utilizando gafas de sol incluso cuando éste estaba poco o nada presente, sonriendo a todo aquel que se paraba a saludarla aunque le costase la vida y engañando en general, a su entorno más cercano con falsas anécdotas de princesas felices que comen perdices y que le costaba inventar por su limitada capacidad de imaginar cuentos.

El largo pitido del contestador fue atropellado por una voz amenazadora que se había quedado con ganas de más. Los insultos se mezclaban con injurias y calumnias en la misma proporción, haciendo un combinado infumable para sus pulmones encharcados de amargura. Cada palabra que Jaime escupía al auricular, era como un puñetazo en las entrañas de Ariadna, que se debatía entre el miedo y la pena. Cada frase penetraba certera en su interior, arrasándolo todo a su paso. Los gritos daban paso a susurros esquizoides, donde las amenazas se convertían en deseos carnales. No sabía en qué momento había consentido que Jaime le propinase el primer golpe físico, sólo era consciente de que desde entonces, su vida se había convertido en un calvario sin sentido del que no se veía con fuerzas ni ganas de escapar.

Al cabo de unos minutos, el discurso inagotable de su marido iba perdiendo fuerza a medida que la ganaban sus sollozos. Lloraba él y lloraba ella, atrapados en un submundo desolado por la impotencia de ambos. De pronto, la señal de interrupción de llamada hizo iluminó la penumbra de la habitación, confiriéndole un aspecto tétrico y amargo.

Jaime, era un cuarentón que se hizo rico de una forma tan inesperada como inapropiada. Un negocio maculado propuesto por un colega de despacho, le proporcionó fama y dinero a espuertas y de una forma más rápida de lo que pudo asumir, por lo que su cordura se desequilibró convirtiéndole en una persona excéntrica, egoísta y un tanto mezquina. Sus caprichos no conocían fronteras, ni límites. Al poco de reunir la fortuna que le echaría a perder, conoció a Ariadna. Una joven universitaria deslumbrada por el poder del nuevo rico, que se enamoró enseguida de sus marcados abdominales y sus cuentas en Suiza. Pasaron un tiempo de felicidad aparente, entre eventos para gente VIP, fiestas privadas y paparazzis en la puerta, pero pronto la burbuja de lo perfecto estalló en su cara y comenzó el trato degradante y destructivo. Jaime no podía controlar sus celos. Le poseían de forma tan obscena que ni él mismo podía soportarlo. Empezó a tratarla como una de sus pertenencias primero y como un objeto molesto después. La quería de un modo irracional y enfermizo y a la vez, la odiaba con todas sus fuerzas.

La noche transcurrió lenta y agónica. Ariadna, logró conciliar un sueño ligero en el que la vigilia se confundía con breves pesadillas. Se levantó cuando el alba despuntaba en el horizonte, incapaz de permanecer más tiempo en un lecho que había visto de todo. Le dolía cada músculo de su cuerpo, cada articulación le recordaba la paliza con la que le había obsequiado su desquiciado marido la tarde anterior. Se arrastró como pudo hasta la cocina a por un vaso de agua fresca. De camino, observa un sobre blanco en el suelo, muy cerca de la puerta de entrada. Extrañada se agacha a recogerlo. Una punzada de dolor recorre su costado derecho y se lleva una mano a la zona intentando calmar los efectos, mientras se agarra con la otra al mueble que recibe visitas. Se lleva el sobre a la cocina mientras sopesa su contenido. Está cerrado y no pesa demasiado. Mientras se sirve el agua de la nevera, remira el hallazgo con cautela. Decidida, lo recoge de la encimera y rasga un lateral intentando no romper el contenido. De su interior extrae un billete de avión a su nombre sólo de ida. Traga saliva con dificultad mientras repasa los datos del vuelo. La fecha de salida era el viernes a las 09:35 a.m , faltaba un día. El destino, París. Agita el sobre para comprobar si hay algo más y a la segunda sacudida, se desprende una tarjeta amarilla con una nota escrita a máquina. “Te doy tres días de ventaja, nena. Vuela o muere. El sábado saldré a buscarte y como te encuentre… ¡¡¡booomm!!! mi muñequita se convertirá en cenizas…” Vuelve a tragar saliva con dificultad y se da cuenta de que está temblando.

La nota no estaba firmada, pero Ariadna reconoce la autoría de Jaime enseguida. Nadie más que él la llamaba muñequita…

Relojes olvidados

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Es tiempo de empaparse de nuevas ideas refrescantes, de sudar la gota gorda mientras el sol cambia de postura para no dormirse en los laureles, de reír con la satisfacción de haberlo hecho medianamente bien durante el curso, de jugar con sombras chinas en la pared de esa habitación abrasada por un julio castigador, de soñar con lujosos iglús en Laponia, de beber buscando la hidratación extrema, de abusar del Fujitsu tanto como lo permita cada economía doméstica, de termómetros con fiebre, de quemaduras de tercer grado en la piel, de melanomas malignos por falta de prevención, de escribir evitando el calentamiento global del portátil, de cuadernillos Santillana, de academias de verano, de campamentos con pedófilos, de orgullos homosexuales en general y lésbicos en particular, de ciudades vestidas de arco iris, de emborracharse hasta la extenuación, de bailar, de cantar, de elevar la promiscuidad a niveles superlativos, de la operación bikini aprisa y corriendo y la operación salida colapsando autopistas de asfalto imposible, de motos y descapotables prohibitivos, de largas caravanas de coches en punto muerto, de apartamentos en propiedad horizontal, de hoteles de aforo completo y spas a pleno rendimiento, de falsas jornadas intensivas, de departamentos desiertos, de rebajas de precios hinchados como las varices de una menopáusica, de aglomeraciones consumistas en terrazas acondicionadas con chorros de frescor pulverizado, de luchas tempranas por la primera línea de playa, de helados en todas sus modalidades, de orillas de mar convertidas en sepulturas de melones y sandías, de sombrillas superficiales que levitan con la mínima expresión de brisa costera, de menores desprotegidos de la tutela efectiva de sus padres, que gritan y se pierden y juegan a ser arquitectos de castillos y fuertes endebles que no resisten el primer golpe de mar, de ancianas que permanecen varadas en toallas de estampado infantil, mientras sus carnes se maceran en abundante leche solar, de top less, de depilados y depiladas que lucen palmito y músculo trabajado metódicamente, de lecturas light, de pareos que camuflan incipientes lorzas de piel y magro, de medusas al acecho flotando en caldos cristalinos, de compota de algas que da grima pisar, de tumbonas ergonómicas y colchonetas hinchables de formas cómicas, de ligones de playa sin miedo al desplante con falsas expectativas, de lycras de lunares y rayas, de estampados atrevidos, de distribuidores ilegales de bebida, de arena en los bolsillos, de salitre en la piel, de rubor en las mejillas, de barquillos y patatillas, de furtivos con arpón, de pescaito en el chiringuito, de olivas con manzanilla y de cantidades vergonzosas de cerveza helada, de salpicón, de ensaladas camperas, de islas con campings de población multiracial e islotes olvidados, de paseos en barco de vela y travesías en yates de lujo para tomar el sol en popa, de excursiones al campo con manteles de cuadros simétricos y perros que ladran mientras corren por su liberación urbana, de inmersiones en piscinas recreativas municipales o privadas, de bautizos submarinistas y rutas programadas por arrecifes de coral, de turistas hambrientos de ocio, cultura y gastronomía, de deportes de riesgo y actividades al aire libre, de barbacoas, de canciones tontas pegadizas, de programas chorras de televisión, de escasez de noticias relevantes, de bares en los que el incremento de plantilla indica la estación en la que nos encontramos, de áticos chill out, de fiestas ibicencas y restaurantes temáticos, de relojes olvidados, donde el tiempo parece pararse en cada lugar del planeta. Es cuando el sol aprieta donde el tiempo se detiene.

Dimisión

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Lo reconozco, mi vaso de la paciencia se desbordó pero no puedo reprocharle nada; hacía días que venía amenazándome con hacerlo pero yo le ignoraba y seguía aguantando el tipo, hasta que tuvimos esa fatídica reunión de accionistas. Cuando regresé a mi despacho, resquebrajé mi lápiz de la suerte nada más sentarme en la silla, fue ahí cuando comencé a sentir la humedad del rebose y cuando vislumbré claramente que esa mañana, era la última que mi culo dejaba de prestar servicio a esa pandilla de maleantes. No aguantaría más patadas, ni órdenes contraproducentes a mi salud mental. Tenía que poner un punto y a parte en mi vida y dejar de respirar ese aire viciado por la incontinencia verbal de peces que juegan a ser gordos con la ingenuidad de los más flacos.

Mis escasas pertenencias, clavaban sus ojos imaginarios en mi demacrada trayectoria y me alentaban a abandonar ese barco infestado de ratas sin mirar atrás. Cuanto más lo meditaba, más me convencía de que estaba haciendo lo correcto, todavía estaba en edad de encauzar mi camino hacia otros campos sin explorar y para los que me consideraba sobradamente cualificado. Encendí mi portátil y redacté sin pausa mi carta de dimisión. Unas escuetas referencias a los motivos de mi decisión, ilustraron el formalismo requerido para decir adiós.

Una de las razones que contribuyeron a mi marcha, fue la pérdida de mi apetito profesional en un lugar al que ya no podía llamar oficina, no por sus instalaciones en sí, que modernizaron al más puro estilo de central de negocios neoyorquina, sino por su semejanza cada vez mayor a un nido de víboras, donde fauna de la más voraz convive con plantas de interior sin flor. Ya no estaba a gusto en ese ambiente hostil, rodeado de gente sin escrúpulos a la que le resulta indiferente pisotear cabezas. Mi departamento mostró fingida conmoción cuando les comuniqué mi decisión de abandonar el proyecto. Recuerdo especialmente la cara de Daniel, mi superior inmediato, tan falta de emociones como de arrugas. Su cutis ni se inmutó cuando le agradecí la confianza que había depositado en mí. Sordo a los comentarios que precedieron mi despedida, me abalancé por última vez sobre las puertas giratorias que seguirían rodando como una peonza sin rumbo a pesar de mi ausencia. Dejaba atrás, once años de sumisión incondicional, de desplantes telefónicos y malas pulgas matutinas. En mi pequeño despacho dejé olvidado un buen cargamento de estrés, varios documentos importantes que le tocaría asumir a otro y una batería viciada de móvil.

Las últimas semanas en Frederic´s company & Cia, me habían resultado tan poco digestivas que cada mañana al despertarme, tenía que tomarme sal de frutas con mi té para afrontar una jornada más. Mi experiencia me indicaba que desde el cambio de dirección, la compañía estaba asumiendo retos innecesarios y adoptaba decisiones totalmente arbitrarias sin madurar las consecuencias; anhelaban pretensiones carentes de fundamento y a cualquier precio; trazaban rutas de negocio que rozaban la ilegalidad algunas veces, otras, en cambio y por mayoría, traspasaban esa delicada frontera sin ningún tipo de reparo; malversaban caudales de procedencia pública; blanqueaban fondos de dudosa procedencia que apestaban a extorsión; firmaban pactos inmorales y acuerdos con cláusulas anómalas, animados por el abundante maridaje de sus codornices al Oporto en los restaurantes en los que cerraban amigablemente sus negociaciones; callaban bocas con fajos de billetes; abrían y cancelaban cuentas con la asiduidad con la que mi conciencia me recordaba el apremio de mi dimisión, que era casi a diario; podría seguir enumerando sus variopintas rutinas laborales hasta quedarme exhausto, pero no quiero hacerme mala sangre sabiendo que ya no formo parte de esa familia de profesionales de la corrupción.

Desde que dejé la Promotora, vivo en una balsa de calma sobre una tranquilidad transparente sin ánimo de lucro. A veces, me asusta la idea de no volver a saber cómo adaptarme al ritmo de la vida. Desde que me bajé de este mundo frenético, que circula saltándose los límites establecidos por una sociedad demasiado permisiva, siento vértigos esporádicos, sobre todo cuando me planteo volver a circular por esas calzadas atiborradas de vidas sin sentido, de coches hambrientos de colisión y perros que mean en cualquier rincón mientras sus dueños se fuman un cigarro pensando en codornices al Oporto. Recurro a las enseñanzas de mi madre muerta, y recupero enseguida mi punto de partida. Tendré que aprender a gestionar mi efímera existencia, a controlar mis desbocados impulsos, a desinfectar mi conciencia perturbada por ciertos actos del pasado de los que no me siento orgulloso. Mientras paladeo un compromiso con mi nuevo yo, voy a sacar al perro.