El ingrediente secreto

Witch-Hat-BroomDecidí visitar a la bruja de Valmojado a pesar de todas las advertencias, pero… así era yo, un ser tan falto de prudencia como de escrúpulos. No me sentía amilanado por todas esas historias que me contaban sobre ella. La voz de mi inexperiencia se pronunció en contra pero la desoí y opté por estacionar mi coche en la entrada de la finca y recorrer a pié los escasos cien metros que me separaban de su guarida de ladrillo caravista y teja árabe. La destartalada Mansión pedía a gritos una reforma completa, pero la propietaria parecía estar a gusto viviendo en tales condiciones de insalubridad arquitectónica, rodeada de espesos matorrales y malas hierbas.

Me planté en la puerta e hice sonar el timbre dos veces. La puerta se abrió y tras ella, un joven de cuerpo atlético me sonrió mostrando una dentadura perfecta. Le indiqué mi propósito y, sin perder ni un segundo, me hizo pasar y me guió por un complicado entramado de pasillos hasta llegar a una habitación de paredes negras. En el centro había un gran sofá redondo de cuero rojo sobre el que descansaban dos mujeres, tan entradas en años como en carnes, y una pareja de adolescentes enamorados que se regalaban furtivas caricias cuando creían que nadie reparaba en sus impúdicas manos. La estancia estaba decorada con minúsculos cuadros de temática satánica a todo color y un gran acuario con peces negros de distintas especies que me producía escalofríos. De pronto se abrió de golpe la puerta que daba acceso a la habitación contigua, de su interior salió otro joven de torso desnudo que me hizo una señal para que entrase. Le miré como quién mira un plato repleto de comida sin apetito y me levanté con mi maletín y muchas ganas de terminar mi jornada.

Me encontré en una gran sala de columnas egipcias y suelos de mármol blanco, un escenario de lujo en contraste con el exterior. Al fondo había una gran piscina redonda de agua termal que descendía en cascada de un lado de la pared. En su interior nadaba desnuda una mujer de cabellos dorados y ojos color miel. Era de una belleza tan frágil que la saludé con un hilo de voz procurando no romperla. Deseaba evitar despertar de esa ensoñación que me atrapaba la razón y empañaba mi realidad con el vapor de su aliento. Ella me sonrió complaciente y me preguntó el motivo de mi visita.

Tengo estómago de hurón, morros de nutria en celo, ancas de rana roja, criadillas de conejo tuerto, hierba mala de Oregón, gusano de mar, bigotes de cobaya ciega, semillas de guindilla chilena, huevas de erizo del mar báltico, plumas de cuervo huérfano… —enumeré casi sin respirar, en un intento por deslumbrarla con mi gran surtido de ingredientes para pociones mágicas.

Sus carcajadas resonaron entre las columnas y llegaron a mí de nuevo, en forma de bofetada. No pretendía hacerla reír, tan sólo quería fardar y a la vez cerrar una venta para que no me echaran. Llevaba ya dos meses como comercial de “Pócimas Anónimas S.A.” y no había logrado vender ni una pata de conejo viejo. Me sentía ridículo.

Al ver mi reacción, Sidonisa salió del agua y me abrazó con fuerza en señal de disculpa. Su húmedo cuerpo empapó toda mi ropa en una invitación a perderme entre sus curvas. La miré hipnotizado y anhelé aproximar mis labios a su jugosa boca. En un arranque de valentía, la besé.

Un fuerte ruido de motor me sobresaltó en mi nenúfar espantando mis recuerdos. Un coche se paró al borde de la charca y de él se bajó una mujer regordeta de unos sesenta años, con malas pulgas y labios pintados a ciegas. Su maraña de pelos quemados por el sol y el tinte, parecía un nido de pardales. En su mano derecha portaba un colador gigante y en la otra, un bote de cristal. Me lancé al agua tan pronto como fui consciente de sus intenciones, pero ella era muy hábil con ese artilugio y, en un descuido, me vi prisionero en una cárcel de cristal con tapa de aluminio.

Estas ancas de rana me vendrán de perlas para mi poción; con esto no fallaré y por fin Leonardo será mío —se prometió la bruja satisfecha con su botín.

Para pasar de ser un vendedor de productos de recetas mágicas a ser el propio ingrediente secreto, sólo hace falta besar a una bruja bella —pensé resignado.

La corbata rosa II

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El teléfono vibró nuevamente iluminando toda la pantalla del último modelo de iphone. «Adoro tanto las rosas como el sonido de mi móvil cuando me anuncia un mensaje tuyo» —leyó David mientras una sonrisa le estiraba tanto los labios que le hizo temer por su integridad. Estaba gratamente sorprendido por las respuestas de Anna, la idea que se había hecho sobre ella era un poco más conservadora y nunca la había notado tan directa y espontánea. Esa nueva parte de su cita a ciegas que estaba descubriendo, justo antes de ponerle rostro, le estaba resultando de lo más tentador y sus ganas de conocerla en persona aumentaban con el paso de los eternos minutos que le separaban de la hora acordada.

El mensaje le había dejado casi sin respuestas, a pesar de que él era una persona que no se callaba ni debajo del agua. Rebuscó entre su repertorio de frases que utilizaba para ligar cuando salía de caza con sus amigos, pero todas le parecían demasiado vulgares para ella. Pensó durante unos minutos y finalmente escribió: «Vaya, me has dejado sin palabras y eso ha hecho que mis ganas de verte aumenten, seguro que eres tan hermosa por fuera como veo que lo eres por dentro. No puedo esperar más…». Se miró en el espejo del baño; éste le devolvió una imagen de un cuarentón rejuvenecido, todavía atractivo y con un aspecto radiante. El deporte que había estado haciendo durante los últimos meses le había definido una figura que se negó a echar a perder por un pequeño bache emocional. El traje negro le sentaba como un guante y la corbata rosa, que resaltaba sobre el fondo blanco crudo de la camisa, le daba un toque desenfadado y le restaba seriedad. Estaba muy satisfecho con el resultado de su puesta a punto, sin embargo, una duda le hizo sopesar si había pecado en exceso. No era más que una cita con alguien que había conocido en un foro de economía y el bar que había escogido para la primera toma de contacto no destacaba por su elegancia, quizá se había arreglado demasiado. Se dirigió al espejo de su armario para ver su obra completa y tras un a minuciosa inspección ocular del conjunto y una vuelta sobre si mismo, se convenció de que la ocasión lo merecía. Además, solía vestir de traje por lo que estaba muy cómodo. Volvió al cuarto de baño y se roció con una lluvia intensa de Dior, poniendo así el broche final a su ceremonia de acicalamiento personal. Consultó su reloj de muñeca; faltaba casi una hora para las once, así que se sentó un rato en el sofá de su salón y encendió el televisor para navegar sin rumbo por los canales, en busca de algo interesante e instructivo que le distrajese de sus pensamientos y despistase, al menos por un momento, ese hormigueo que bailaba desbocado en su estómago. Había cenado muy poco, la emoción que sentía le embargaba hasta el punto de ahuyentar su apetito e impedirle ingerir la cantidad habitual.

Verónica salió del metro echando chispas y maldiciones por todos los codazos y pisotones que recibió durante el trayecto. Se prometió que en cuanto ahorrase un poco, se compraría por fin ese coche que tanto necesitaba para ir al trabajo. Así se evitaría las aglomeraciones, los malos olores, las agresiones sin querer y los retrasos frecuentes de este medio de transporte. Sería un paso más en aras de su independencia y un activo más en su cuenta de pérdidas y ganancias particular, aunque un vehículo fuese una inversión que no produce beneficios. Extrajo el móvil de su bolsillo para consultar la hora y sus ojos se clavaron en un pequeño icono que le indicaba que había recibido un nuevo mensaje. Hacía bastante que le había llegado, quizá al poco de subirse al metro. Rápidamente desplazó la yema de su índice sobre la pantalla dibujando su “Z” de desbloqueo y se dirigió a su bandeja de entrada en busca de una nueva dosis de endorfinas. Un escalofrío recorrió su cuerpo al leer las palabras de “don despistado”, como le había bautizado desde un principio. A pesar de que su mente se negaba a seguir jugando con fuego e inmiscuirse en una historia de la que no formaba parte, su corazón le incitaba a convertirse en la mitad de ese desconocido que vivía en la ignorancia de haber tecleado mal un número. Esa conexión electrizante que dibujaba una sonrisa en un rostro que había dejado de cuidarse, le hacía sentir mariposas en el estómago. Sabía que la situación era insostenible y que pronto, todas las ilusiones construidas a base de una equivocación tras otra, se desmoronarían hasta hacerse añicos y entonces sufriría las dramáticas consecuencias de querer ser la cenicienta de un cuento que no le corresponde. La cordura luchaba contra la locura y como Verónica, si de algo iba pecaba en exceso era de aventurera, decidió dar rienda suelta a sus instintos porque sabía que si no satisfacía su curiosidad, ésta acabaría por matarla.

Pulsó el botón de respuesta y escribió: «Yo también tengo muchas ganas de verte. Estaré en el Monty´s de la calle Prim tan pronto como pueda. Acabo de salir de trabajar. Yo también llevaré algo rosa para que me reconozcas… los labios». Envió su poco meditada respuesta y recorrió veloz, los escasos metros que la separaban de su apartamento para arreglarse un poco. Prefirió asegurarse de que hablaban del mismo bar constatando su ubicación, no le apetecía pasearse por un local en busca de alguien que quizá no fuese ni de su ciudad. Su estómago le recordaba a gritos que estaba sin cenar y ella trató de acallar sus rugidos de felino adulto con un chicle de menta fresca, no tenía tiempo ni ganas de comer nada más. Los nervios y la carrera empezaban a alterar su respiración regular.

David miraba extrañado la pantalla de su terminal. Había un par de cosas que no le encajaban; La primera era que Anna le había dicho que era funcionaria del gabinete de prensa en el Ministerio de economía francés y no tenían horario de tarde. Su incredulidad se disipó con el argumento de un posible pico de producción por el que quizá tuvo que hacer horas extra. Y la segunda, que ya habían quedado en que llevaría un pañuelo verde atado al cuello como señal de identificación, no entendía por qué ese cambio de última hora. La mujer con la que se había estado escribiendo correos durante las últimas tres semanas no era tan impulsiva, se había descrito como una persona muy metódica y de ideas fijas. Harto de elucubrar sin ton ni son, decidió esperar a verla para salir de todas sus dudas y conocerla mejor. Quizá la imagen que tenía de si misma no era la que proyectaba a los demás. Respondió enseguida, pues le gustaba decir siempre la última palabra: «Yo sólo conozco el de la calle Prim, ¿es que a caso hay más Monty´s en París? Jajaja. Buena elección para un carmín, es un color muy favorecedor escribió plagiando las primeras palabras que ella le había escrito—. Me encantas… y también me encanta la puntualidad, ¿recuerdas?»

Verónica no recordaba que su cita “despistada” valorase la puntualidad, evidentemente no tenía por qué recordarlo, jamás habían hablado. Notó su corazón acelerando los latidos por minuto. Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente limpiase sus pecados. No es que fuese una persona creyente, pero se sentía algo sucia por estar jugando con el pan de otra. ¿Y si esa otra aparecía? Estaba claro que sabía el lugar de encuentro, pero lo que desconocía era que él llevaría una corbata rosa, lo que indicaba que no se habían visto ni en foto, eso le daba cierta ventaja sobre ella. Puede que la chica le llamase antes de acudir a la cita y entonces él descubriría el pastel. La condensación del vapor de agua inundó la cabina de la ducha y todos sus razonamientos se volvieron borrosos por un instante.

La corbata rosa

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Era la última en salir de la oficina, un estudio de interiorismo ubicado en una céntrica calle de París. Llevaba cuatro años trabajando para un decorador de renombre que poco tenía que ver con un jefe tradicional. Su relación era sospechosamente cordial para tratarse de un nexo estrictamente laboral, si no fuese porque conocía las tendencias de Louis, pensaría que ese pájaro de plumón espeso la estaba cortejando de forma descarada. Todo el tiempo que pasaban codo con codo lo invertían en miradas cómplices, sonoras carcajadas y tormentas de ideas, donde la creatividad fluía espontánea por derroteros inexplorados. Una recepcionista y dos becarios cerraban el equipo humano de ese taller de creación de espacios y ambientes. Trabajar en un sitio como ese resultaba de lo más gratificante y el tiempo se pasaba volando. Verónica nunca se imaginó que le iría tan bien cuando decidió, por un arrebato, abandonar su país en busca de una nueva vida. Al principio, las primeras semanas, veía su futuro negro como el carbón rodeada de franceses arrogantes en un entorno hostil y un clima ligeramente más desapacible que su Sevilla natal. Sin embargo, pronto inició un proceso de integración en todos los ámbitos y el nivel de desarraigo andaluz aumentó despreocupado a medida que su acento francés se iba haciendo más natural.

Ese viernes le tocó cerrar el negocio porque había decidido quedarse un poco más para ultimar un proyecto que debía entregar el lunes. Se trataba de un piso abuhardillado de 200 metros cuadrados, propiedad de una reciente viuda que pretendía redecorarlo por completo para regalárselo a su hijo menor. Éste, iba a contraer matrimonio y a ella le pareció un estupendo regalo de bodas facilitarle su primer nido de amor. Estaba dando las últimas pinceladas al atrezzo con que daría mayores volúmenes al salón, cuando su móvil le anunció con una leve vibración que tenía un mensaje. Se lo acercó mecánicamente y deslizó su dedo índice por la pantalla para dibujar su mapa de desbloqueo. Accedió a la notificación y leyó: «llevaré una corbata rosa». Su rostro reflejó una mueca de incredulidad mezcla de asombro y confusión. Sus dioptrías recorrieron la pantalla en busca del autor del mensaje y observó que se trataba de un número que su agenda desconocía. Estaba cansada de tantas horas frente al ordenador, así que decidió hacer un pequeño receso en sus divagaciones creativas, para mostrar su total conformidad con la decisión que había adoptado ese remitente despistado. Todavía hoy no es capaz de explicarse por qué contestó a un mensaje que claramente no iba para ella. «¡¡Buena elección, es un color muy favorecedor!!» tecleó en la pantalla táctil de su móvil con una sonrisa que le despejó un poco su hemisferio artístico. Apoyó el teléfono en la mesa y respiró profundamente. Tenía el cuello agarrotado y las cervicales se resentían al girar la cabeza a ambos lados. Realizó una serie de ejercicios de estiramiento para desentumecer sus rígidas articulaciones y se dispuso a terminar el trabajo cuanto antes para autoregalarse una gran cena monodósis de tupperware, que su amiga y compañera de piso Anette le cocinó antes de irse a trabajar en su turno de noche. Pasaría una velada tranquila y relajada. Era probable que después de cenar viese algún trozo de alguna película hasta que la gravedad venciese sin mérito a sus pesados párpados. Posó su mano sobre el ratón y movió el cursor a través de un salón en 3D casi terminado. Con esa nueva herramienta informática, los proyectos se materializaban en mucho menos tiempo. Eran cerca de las nueve de la noche cuando Verónica apagó su portátil. Recogió su bolso, enrolló su proyecto impreso para poder echarle un vistazo durante el fin de semana y decidir si hacer o no alguna modificación de última hora antes de presentárselo a la clienta, apagó las luces del local y se adentró en la jungla urbana. Llevaba cuatro pasos andados cuando su móvil vibró de nuevo en la palma de su mano derecha. Lo extrajo del bolsillo del abrigo y visualizó la pantalla. Era otro mensaje del remitente despistado respondiendo al suyo. «Me encanta que te guste… se me ocurre otro uso de esta prenda que quizá pueda interesarte, jajaja… Estaré a las 11 donde hemos acordado, no tardes». Verónica se sorprendió con una risa maliciosa dibujada en su cara. «Así que… don despistado quiere juguetear esta noche con su presa!!» —pensó para sí en voz alta, consciente de que la gente con la que se cruzaba por la calle podía tacharla de loca. Introdujo la mano en su bolso y rebuscó entre los miles de objetos que lo habitaban hasta que dio con un paquete de Marlboro. Se encendió un cigarro y como la tentación era demasiado fuerte, volvió a responder al mensaje. «Mmmm… ¿qué me propones? Soy demasiado joven para ciertas experiencias… Ese pub es muy ruidoso» —quiso saber la parte más juguetona de Verónica, le intrigaba saber si era alguien de su misma ciudad. La respuesta la obtuvo de inmediato, dio una profunda calada al pitillo y llenando sus pulmones de humo leyó: « Jajaja… te noto muy curiosa hoy, Anna. Estoy deseando que nos veamos en persona por fin… El Mónty´s no es nada ruidoso, ya te dije que para una primera cita te llevaría a un lugar tranquilo para poder charlar»

Verónica despertó de pronto de su fantasía al leer el nombre de Anna. Ella no era la destinataria real de esos mensajes, sin embargo, conocía un Monty´s cerca de su apartamento, podía acercarse en busca de alguna corbata rosa, quizá se trataba de ese lugar y podría así saciar su curiosidad. Enseguida espantó esa idea de su cabeza por absurda, probablemente hubiese mil bares con ese nombre repartidos por toda la geografía del mundo. Recordó que su plan de viernes noche consistía en una cena recalentada, un sofá de tres plazas vacío y media película de Woddy Allen tal vez, últimamente se le había dado por descargarse legalmente toda su filmografía. El despistado que por error estaba escribiéndole, no tenía ni la menor idea de que sus mensajes estaban siendo interceptados por otra mujer. Meneó la cabeza en señal de desaprobación por su irresponsable comportamiento y decidió abandonar la diversión. Sopesó la idea de enviar un último mensaje advirtiendo al desconocido del error pero decidió dejarlo correr, ya se daría cuenta de la equivocación por sí mismo. Puede que fuese un chico de su edad o quizá fuese un sesentón hambriento o una mujer que viste elegante y moderno con corbata. La cabeza le daba mil vueltas mientras su cerebro barajaba todas las combinaciones que se le podían ocurrir con los datos que había obtenido. «Lo más probable, —pensó— es que se trate de una cita a ciegas, todo indica que estos dos no se han visto antes». Lo cierto es que cuando Verónica leyó esos mensajes, sintió una extraña sensación de complicidad y cierta atracción inexplicable por ese remitente desconocido que le proponía una cita.

Se vio a sí misma estrujándose los sesos con una historia de la que había sido partícipe por un fallo técnico y sintió pena por su escasa vida social. Su trabajo, últimamente, la absorbía demasiado y ella se dejaba sin oponer resistencia, en el fondo, se sentía a gusto refugiándose en sus proyectos.

Iba a entrar en el metro dispuesta a disfrutar de su viernes noche en soledad cuando un nuevo mensaje asaltó su bandeja de entrada. «Espero que te gusten las rosas… un beso, preciosa». A Verónica, como a la mayoría de las mujeres, le encantaban las flores pero sobre todo las rosas. Desde muy niña decidió hacer de esta flor su favorita. La disposición de sus pétalos, su aroma y la cadena irregular de espinas sobre su largo tallo le resultaban irresistibles. Embriagada por esas últimas letras, contestó: «Adoro tanto las rosas como el sonido de mi móvil cuando me anuncia un mensaje tuyo». Nada más pulsar la tecla de envío, el arrepentimiento le dio un azote tan fuerte que hizo temblar los cimientos de su buena fe, así que se adentró decidida en la boca del metro rumbo a su solitario hogar para poner punto y final al jueguecito antes de que se le fuese de las manos. El andén estaba repleto de ruidosas personas esperando al tren, pero Verónica caminaba paralela a la vía sintiendo una soledad abrasadora. No veía a nadie más que a su propia sombra reflejada en la pared y no escuchaba nada más que el murmullo de sus propias fantasías imposibles.

La línea seis inició su entrada en la estación con un estruendoso traqueteo que aturdió sus tímpanos y la vida se volvió borrosa por un instante.

Muñeca de trapo

20070113190049-se-me-acabaron-los-susurrosLa noche va madurando poco a poco a base de horas muertas y sueños tontos. Ramón, que lleva despierto desde bien entrada la madrugada, se imagina a sí mismo como protagonista de una vida que nada tiene que ver con la suya y esto le incita a esbozar una sonrisa fingida, como si con ello pudiese aliviar la pesada carga que soporta día a día por sus erróneas decisiones. Desde que se aventuró a convertirse en su propio jefe, todo le está saliendo del revés. Se frota sus ojos cansados, más por la fatiga que por la edad, consciente de sus profundas ojeras. Su garganta emite un bostezo como síntoma de un sueño que ha optado por rechazarle de nuevo. La librería no hace más que proporcionarle quebraderos de cabeza, insomnio y una anorexia económica para la que no encuentra terapia efectiva. Las ventas caen en picado, los proveedores tardan en servirle por falta de pago y los clientes se aferran a la absurda idea de ahorrar en época de vacas flacas. El mercado sin consumo jamás podrá reactivarse y esa pescadilla que se mordisquea la cola porque no tiene a qué ni a quién hincarle el diente, es el personaje principal en sus pesadillas recurrentes. Para colmo de sus males, Claudia le ha sentenciado a muerte durante la cena al anunciarle que se va de casa llevándose a la niña; se va con un nuevo rico de las afueras que la conquistó a golpe de talonario y una amistad ficticia que solamente ella se cree. Nota que se le humedecen los ojos, más por impotencia que por pena. Ya no quedan resquicios de ese amor que algún día sintió por Claudia pero separarle de su niña le hace trizas el corazón. Observa el hueco vacío a su lado en la cama y con cautela alisa la sábana cubriendo ese espacio inerte y abandonado que fue cómplice de un pasado de torpes caricias y falsos orgasmos. Claudia duerme en la habitación de invitados, con las maletas listas para embarcar sin demoras en esa nueva vida que le han prometido.

Ali está triste; se niega a sonreír. Su mamá le ha dicho que tienen que mudarse a una casa más grande con piscina pero que papá debe quedarse porque a su amigo Raúl, el dueño de la casa, no le cae bien. No entiende por qué habiendo más espacio, tienen que prescindir de alguien al que adora y por qué a ese señor, al que a penas conoce y que pretende hacerse el simpático sin conseguirlo, no le gusta papá. Ali no quiere irse a otro hogar, ni tener que soportar a un señor que sólo sabe arrancarle un beso a base de sobornos en forma de regalos. Ese hombre tiene otro hijo; un adolescente de pelo rubio y ojos claros con la cara plagada de granos y una educación de dudosa procedencia. Raúl siempre se está quejando de sus pésimas notas, de sus contestaciones rebeldes y de alguna travesura que protagoniza ese niño. Se lo cuenta a su mamá en el parque y ella le excusa basándose en las hormonas del mocoso y en la falta de una figura materna que le meta en cintura. Ali cree que harían falta mil mamás para enderezarlo por el buen camino. Su papá se quedará solo y muy triste sin su compañía y encima su mamá también le ha dicho que Buddy se irá con ellas, que hay un gran jardín en la casa por el que podrá correr y jugar. Es un perro muy listo y necesita hacer ejercicio cada día. Su papá le llevaba a correr con él todas las noches antes de cenar. También le echará de menos. Ali no puede comprender porqué la vida no puede seguir igual que siempre, con su papá y su mamá juntos, su mascota Buddy correteando por el pasillo y con su pequeña habitación rosa donde guarda las muñecas de trapo que le regaló la abuela y donde hace tiempo papá le pintó tres mariposas en la pared para que velasen sus sueños de princesa.

La noche insomne da paso a una templada mañana de domingo. Claudia prepara su equipaje y lo coloca al lado de la puerta junto con el de Ali. Ramón escudriña en su interior las razones que le han llevado a esta situación, mientras finge un exagerado interés por la sección de deportes del periódico. Una taza de café humeante trata de darle un empujón matutino para afrontar un adiós del que reniega. Claudia le ordena a Ali que bese a su padre y para mitigar su aflicción, le hace promesas que sabe que no cumplirá. Ramón, desbordado, abraza con fuerza a ese proyecto de persona que le mira con ojos vidriosos. Intenta recomponerse y besando sus mofletes de uno en uno, le regala una última sonrisa de padre orgulloso. Claudia le brinda una aséptica mirada y le dice que ya hablarán para arreglar los papeles del divorcio y que todas las cajas con sus cosas vendrá a recogerlas una furgoneta de mudanzas. Al perro se lo llevará la semana próxima, cuando ya estén instaladas en la nueva casa. Culmina esa retahíla de frases sueltas, a las que Ramón no presta la menor atención, con un monótono y frío hasta la vista y se encamina hacia la puerta donde su hija cabizbaja juguetea con los cordones de sus zapatos. Raúl quedó en recogerlas en su Mercedes, pero todavía no ha llegado. Esperan en el portal guardando un incómodo silencio, como si se volviesen dos desconocidas que van unidas de la mano. Claudia se da cuenta de pronto que se ha dejado el teléfono móvil en el piso. Tira de Ali para que la acompañe pero ésta se niega a volver a ver a su padre sufriendo otra derrota. Su madre, resignada, le advierte que no se mueva ni un centímetro de donde está y sale disparada en busca de su olvido. Ali, tan pronto como la ve desaparecer por el vestíbulo, se deja caer en uno de los tramos de escaleras de piedra que flanquean el viejo edificio que alberga su verdadero hogar. Está demasiado triste para mantenerse en pie. No le parece justo que su papá se tenga que quedar sólo, sin nadie con quien hablar y sin un beso de buenas noches. Al menos, piensa, mamá ha dejado que Buddy se quede unos días más. Un coche negro se para en la acera irrumpiendo sus razonadas reflexiones. De su interior sale una anciana de pelo canoso y tez arrugada y se dirige con paso firme hacia la niña. En su mano derecha porta una gran muñeca de trapo que ofrece a Ali. Ésta, recelosa, interroga con ojos tristes a la extraña. No está para juegos. La octogenaria le advierte que su vehículo está atiborrado de muñecas de trapo y que le dejará quedarse con todas las que pueda cargar en brazos. Ali, intrigada por esa generosa revelación, decide acompañarla al coche. La puerta de atrás se abre desde dentro y ambas entran, la una intrigada y la otra satisfecha.

Claudia, que había aprovechado para ir al lavabo de paso que recogía su teléfono, abre el portal esperando encontrarse con el flamante Mercedes de Raúl y el cuerpecito obediente de su hija donde la había dejado. En su lugar, una calle desierta le da una bofetada en la cara que la deja paralizada. Su mirada hace un rápido rastreo perimetral de la zona y no hay señales de Ali por ningún lado. Claudia siente que las piernas le flaquean. Está demasiado aturdida como para mantenerse en pie y se deja caer, sin fuerzas, en uno de esos escalones de piedra…

La mañana dormida

charco1wdTodavía podía respirarse la oscuridad así que… inhalé lo más hondo que me permitió mi capacidad pulmonar y me lancé a la calle en busca de esa paz que todos perdemos alguna vez, ya sea queriendo o sin querer. Juraría que la mía se extravió en el cajón de mis recuerdos cuando rebuscaba entre los anhelos y las escasas metas que alcancé. Quizá por despiste, quizá por dejadez pero, cuando necesité aferrarme de nuevo a ella, no la encontré donde la dejé la última vez que me tendió su mano desinteresada, sin preguntas, sin reproches, sin nada más que una sonrisa dibujada en un rostro que ahora no recuerdo. Siempre estuvo ahí, expectante, relajada, dispuesta a dar un cobijo gratuito sin previa solicitud y a enterrar las pesadillas que reclaman un hueco en la vida de todos cuantos se dejan caer.

Necesité salir de mi pequeño refugio, donde los días carecen de segundos y las noches se vuelven eternas, donde la fragancia de las inquietudes impregna su perímetro de forma perenne. Con el poco convencimiento de quien se cree dueño de un argumento erróneo, divagué hasta la epidermis de mi soledad y asomé mi nariz saturada de malos humos para respirar la libertad más temprana, esa que te activa desde lo más profundo de su esencia y te da la dosis exacta de valor para enfrentarte a la monotonía de una jornada carente de emociones. Recorrí las venas de una ciudad a punto de despertarse, cuando el silencio susurra sueños como si fuesen caricias que apenas notas. Es muy fácil dejarse arrastrar por el frescor de un amanecer perezoso al que le cuesta tanto arrancar, pero más sencillo resulta, si creemos que nunca lo hará.

Las aceras empapadas con las lágrimas de una noche triste discurren entre los viejos edificios de hormigón y se convierten en prolongaciones de mi propio yo. Serpentean sigilosas entre los escasos álamos que pueblan el horizonte y se ocultan entre los trazados de circunvalaciones diseñadas por nuestros propios miedos. Una luna medio llena se difumina en un cielo que dio a luz lluvias intermitentes y ahora está preñado de un sol radiante y prematuro. A lo lejos se divisan las perspectivas, los puntos de vista, los ángulos con que debemos enfocar las situaciones cotidianas y deseamos darles caza, como si fuesen presas fáciles, con cualquier arma y a cualquier precio, aún sabiendo que no los necesitamos porque en nuestro interior tenemos la llave para entenderlo todo.

Cerré los ojos para sentir el frío penetrando en mi traquea y no los volví a abrir hasta que exhalé el último mililitro de oxígeno. Todos mis sentidos abrieron los ojos a una mañana remolona de domingo, donde los paseos se vuelven costumbre y las rutinas faltas de plan. Sorteé cada piedra, cada escalón y cada desnivel de un camino que se hacía cuesta arriba. Un ascenso de obstáculos que me dificultaron la búsqueda con la destreza de quien conoce mis puntos flacos, pero la torpeza de quien no los encuentra porque los he cambiado de lugar por esta vez. Sentí muy cerca su calor lejano, su olor a nada podía palparse en la dirección que decidí tomar y su presencia me devolvió la calma en porcentaje suficiente para pararme y tomar asiento. Saboreé cada rincón de ese proyecto de festivo como si fuese el último suspiro, dejando que me arropasen sus minutos en un intento de sentirse útil y así fue como poco a poco relajé los parpados y me dejé morir una fría mañana de febrero.

Roxanne

pintalabios-rojosAbrí los ojos muy despacio y dejé que la realidad de un nuevo día penetrase en mí. La claridad que invadía el cuarto me abrasaba las pupilas y me regalaba escenas de una realidad que no alcanzaba a comprender. Intenté aclarar mi visión frotándome con las manos pero una especie de lazo de seda las tenía prisioneras contra el cabecero de forja de una cama que me resultaba muy ajena Miré a mi alrededor desconcertado, tratando de ubicarme y de recordar la razón de mi peculiar cautiverio. Sentía la boca pastosa y mi lengua trataba de recuperar su movilidad con perezosos movimientos entre mis dientes. Un fuerte dolor de cabeza oprimía mis escasos razonamientos y el potente sol de la mañana intentaba borrar con fuego todas las pistas que podían ayudarme a aclarar mi estado.

Estaba solo en una cama impregnada de perfume, completamente desnudo, atado y desconcertado ante la ausencia de una explicación racional. Sentí una inexplicable mezcla de lástima y vergüenza de mi mismo y traté de neutralizar ese repentino ataque de pudor que me asediaba, cruzando las piernas. Una arcada despertó mi adormecida garganta. No quería vomitar en ese lugar, así que intenté reprimirla tragando la poca saliva que fui capaz de segregar.

La habitación guardaba un silencio peculiar, como tratando de ocultar todas esas historias de las que fueron testigo sus cuatro paredes. Estaba decorada con un gusto ecléctico y tan hortera que me provocaba incredulidad. Reparé en una cómoda de estilo colonial, justo enfrente de la cama. Sobre ella yacían inertes, una bata de encaje rojo, una caja redonda de colorete, una barra de labios abierta mostrando un rojo sangre desgastado por su uso abusivo y un puñado de billetes de cien.

Mis tímpanos captaron un ruido de tacones, parecía subir unas escaleras de madera y aproximarse por el pasillo. La puerta de la cárcel en la que me hallaba se abrió con sigilo y tras ella, asomó un rostro blanquecino de ojos grises que se clavaron en mi piel como puñales.

En ese instante comencé a recordar fragmentos desordenados de un intenso encuentro entre sábanas de satén y lencería descarada. La recordé paseándose por mi cuerpo de norte a sur, sin censuras, sin complejos, sin fronteras ni límites.

La amé desde el momento en que la conocí, lo recordé al sentir de nuevo su felina mirada recargada de rimel sobre mí. Las escenas que habíamos compartido hacía tan sólo unas horas, se proyectaban en mi mente con nitidez.

Me guiñó un ojo y depositó un vaso de zumo en la mesita de mi derecha. Se sentó sobre la cama e inclinó su cuerpo hacia el mío. Sentí su lengua fría alrededor de mi ombligo mientras un escalofrío eléctrico me invadía de pies a cabeza. Lancé un gemido de placer al viciado oxigeno de la habitación y ella me sonrió con una mirada infectada de ternura. El carmín de sus labios selló mi carne con deliciosas manchas rojas, que tardarían en borrarse de mi memoria.

Se acercó al cabecero de la cama y suavemente liberó mis muñecas de esos lazos que vulneraban mi libertad. Luego se levantó, se acercó a una silla próxima a la ventana y me trajo mi ropa. Decidí que quería seguir jugando y prolongar la noche durante todo el día, pero Roxanne me dijo que otro cliente la esperaba. Me sentí despreciado por una mercancía a la que ya no tenía derecho y celoso por saber que otro hombre ensuciaría su piel con obscenas caricias por un puñado de billetes. No quería compartirla con nadie más. Mis promesas de amor eterno se escurrían entre mis dientes y ella, incrédula, repetía que no podía quedarme más tiempo. Intenté apartarla del camino que había tomado por error una tarde, de esos largos días de insomnio por mala conciencia. Le aseguré que a mi lado jamás tendría que volver a vender su cuerpo a la noche, ni dejarse vejar por un mundo que no la comprende ni la merece.

Llamaron a la puerta con insistencia. Una voz femenina distorsionada por el alcohol y el tabaco, repitió un par de veces el nombre de Roxanne y tras una breve pausa, añadió que su cliente comenzaba a impacientarse y si se cabreaba, tendría un servicio , probablemente, mucho más que desagradable.

Roxanne consultó su reloj de pulsera y se perdió entre los segundos de una vida que carecía de sentido. Estaba algo nerviosa y yo no cejaba en mi empeño de persuadir sus sueños de ser libre con todos los argumentos que iba improvisando. Quería que se convenciese de que su futuro no estaba bajo esa luz roja, ni en sus vestidos de saliva de gente a la que no conoce. Finalmente, eché mano de mi cartera y extraje de ella un par de billetes de cien. Te compro las próximas horas de la mañana, le propuse. Si cuando tu reloj marque las doce, sigues pensando que no merezco la pena, no volveré a molestarte más. Ese era mi reto, intentar enamorarla en unas horas. Enseguida supe por su expresión, que el objetivo estaba a mi alcance.

(Basado en el clásico  «Roxanne» The Police)

Vía ferrata

via-ferrata-barranco-guiniguada (1)Me giré al escuchar sus pasos, que se volvieron pesados y tensos como la cadena que sujetaba fuertemente con sus manos. De pronto se paró en seco y rígido como un cadáver, quizá fruto del miedo racional o de su vértigo extremo no superado en su primer año de terapia, me propinó una mirada asesina de reprobación. En otras circunstancias, la hubiese acompañado con un movimiento lateral de cabeza pero, en ese entorno de tirolinas, precipicios y paredes verticales, no se atrevía más que a pestañear lo justo para mantener hidratados sus brillantes ojos verde aceituna. Enseguida me dí cuenta de que todavía no estaba preparado para hacer una vía ferrata, al menos ésta de dificultad media. Su parálisis momentánea me acusaba en silencio de haberle convencido de visitar los Dolomitas de esa forma. Seguro que había alternativas menos arriesgadas y más cómodas para visitar los Alpes Italianos, pero no tan emocionantes.

Recordé por un instante su cara de emoción cuando abrió mi regalo días atrás. Tenía que ser algo muy especial que no olvidásemos nunca. Llevábamos diez años juntos y la primera década debía de celebrarse a lo grande. Era mi primera relación estable y la verdad es que habíamos congeniado de maravilla. Con Marcos la vida era muy fácil y divertida. Nunca estaba de mal humor, era como si nada ni nadie pudiese afectarle en su fuero íntimo y todo le resbalaba como si estuviese hecho de algún material impermeable. Nuestro día a día fluía sin incidentes ni tropiezos y la pasión que sentíamos el uno por el otro, llegaba a convertirse casi en auténtica devoción. Para mí carecía de defectos salvo, claro está, su pequeño problemilla con el vértigo. Era un mal menor que, aunque le limitaba para acudir a ciertos lugares, realizar ciertos deportes o simplemente mirar a la calle por la ventana de mi ático, no le impedía disfrutar de muchas otras cosas sobre suelo firme. Cuando le propuse vender sus sesenta metros cuadrados de habitabilidad y mudarnos a mi casa a ras de cielo, el mundo se le cayó encima como un bloque de hormigón. Al principio rehusó mi propuesta amablemente alegando razones de poco peso, que pronto se vieron eclipsadas por otras muchas con las que contraataqué sin dejarle tiempo de reacción. Estaba claro que saldríamos ganando con el cambio. Mucho más espacio, menos gastos de mantenimiento con una sola vivienda, más próximo a cada uno de nuestros trabajos y en una zona de mucha vida cultural. Este último argumento fue el que terminó de inclinar la balanza a mi favor. Las primeras semanas le costó habituarse, se sentía frágil allí arriba. Yo, por el contrario, me sentía poderosa cada vez que me asomaba y veía al mundo envuelto en rutinas desde mi terraza. Yo podía controlarles a todos como si fuesen marionetas y ellos ni siquiera eran conscientes de que les estaba observando alguien desde las alturas. Le recomendé a Marcos que fuese a un psicólogo para tratar su fobia y no lo dudó ni un segundo. La terapia a la que se sometió iba surtiendo su efecto y se le veía cada vez más confiado. Pronto comenzó a acercarse a las ventanas y a moverse por la terraza como un pez en una pecera, libre y seguro de sí mismo. Un día le encontré limpiando los cristales asomando medio cuerpo fuera de la ventana sin preocuparle que estuviese en un décimo piso, entonces supe que estaba preparado para una aventura un poco más extrema, de esas que quitan la respiración. Sería un gran regalo de aniversario que ambos recordaríamos.

Le insté a continuar y no mirar hacia abajo. Estábamos en una de las partes horizontales del itinerario, atravesando un estrechísimo puente colgante. Las vistas de la cadena montañosa eran espectaculares desde esa perspectiva, por suerte no había nada de niebla por lo que la panorámica era de un nítido sobrecogedor. Marcos tenía el rostro congestionado y se estaba poniendo violáceo. Me acerqué a él con intención de transmitirle un poco de valor para afrontar la segunda mitad de esa vía asesina, como la había empezado a denominar él a penas empezar la ruta, pero no se dejó. Me pidió por favor que no le tocase. Estaba paralizado, temblando, con un ataque de pánico que le impedía pensar con claridad. Sentía el corazón desbocado, como si quisiese salir huyendo por su garganta pero la sequedad de ésta le impedía la escalada. Como no me permitió el acercamiento físico, le abracé con todas las palabras de cariño que se me iban ocurriendo, tratando así de evadir esos temores que le impedían continuar. El resto del grupo nos llevaba la delantera.

De pronto, sin darme tiempo casi a reaccionar, Marcos se giró sobre sí mismo y empezó a correr en sentido contrario. Su miedo le cegaba la razón y le llevó a cometer una tontería. Justo cuando alcanzó el principio del puente, se liberó de su arnés, junto con el disipador de energía y del casco, que probablemente le estuviese agobiando desde que iniciamos la aventura. Grité su nombre varias veces pero hizo caso omiso de mi llamada que regresaba con eco a lo largo del desfiladero. Vi como alcanzaba la pared vertical de roca que nos había conducido hasta el puente y comenzaba su ascenso descontrolado asiéndose a las grapas de acero con destreza. Estaba fuera de sí. Me sentí incapaz de ir tras él, estaba aturdida, expectante, desconcertada ante su reacción pero no quería perderle de vista. Notaba una amenazante arritmia golpeándome el pecho desesperada. Cuando estuvo próximo a la cima, observé como su pie derecho se resbalaba del escalón metálico haciendo que perdiese el equilibrio. Ahogué un grito desgarrador y sentí que las piernas me flaqueaban.

Marcos intentó aferrarse a la vida con fuerza, luchando por volver a encontrar un punto de apoyo, pero el peso de su propio cuerpo se convirtió en un lastre que no pudo controlar y sus manos se soltaron de la última grapa de la roca. Sólo entonces, cerré los ojos incapaz de seguir mirando…