Yo sobreviví a mi muso. Un simple e inocente “hola” bastó para arrancar la pereza de huir de cientos de meses durmiendo junto a la misma cara. Un sencillo comentario de texto, donde los elogios compartían lecho con la crítica más constructiva, fue el impulso que necesité para iniciar una historia que se quedaría huérfana de final feliz.
Conocí a mi muso en un taller de literatura on line. Al principio sólo compartíamos afición por contar historias de forma más o menos entretenida. Nuestro contacto se limitaba a aportar ideas, correcciones y opiniones sobre los ejercicios que nos proponían cada mes, siempre con la intriga del anonimato. Nos gustaba ese juego y la atracción por nuestra particular forma de narrar, era mutua. Jugábamos con las palabras haciendo malabarismos y creamos un mundo hecho a medida, donde lo que siempre habíamos soñado existía de verdad. Cuando quisimos darnos cuenta, las mariposas que habían permanecido en letargo tantos años estaban más despiertas que nunca y su revoloteo era casi incontrolable.
El misterio fue desvaneciéndose a medida que el interés caminaba en línea recta hacia nosotros mismos. Me desnudé poco a poco, presentándole cada una de mis debilidades, de mis virtudes, de mis sueños; incluso, llegué a mostrarle mi lado más intransigente, rebelde y puñetero. Así me solía calificar, de “puñetera”.
Compartimos risas, lágrimas, proyectos y de la nada surgió el todo y de mi espalda unas alas que me permitieron volar sin echar mano del freno. Nos convertimos en verdugos de nuestras propias biografías y la ficción que se encargó de construir a mi alrededor, hizo que mi vida se partiese en dos. Un antes rutinario y falto de ganas y emoción y un después que relucía entre los escombros de lo que nunca volvería a ser. Ese acento extranjero que se había presentado voluntario a ocupar el puesto de muso que solicité en tono jocoso en mi taller literario, se ganó el cargo con creces. Su remuneración fue mi entrega absoluta en alma porque nuestros cuerpos estaban a kilómetros de distancia. Desempeñó su papel de forma tan exacta que mi creatividad no vislumbraba el fondo. Me reía con sus cosquillas escritas y me emocionaba con cada frase que disparaba directa a mis costillas. Era como esa fuente inagotable de la que beber. Sólo con pensarle un segundo, de mí brotaba la magia sin truco de convertir patos en cisnes. Se instaló en pleno centro de mi vida con vistas a todos mis recuerdos. Se adueñó de mi corazón a tiempo completo y obtuvo pase VIP en todos y cada uno de mis deseos, desde el más básico al más obsceno.
La relación contractual de muso la cumplía a rajatabla. Era especialista en estimular inspiraciones ajenas y en la mía, se había licenciado con matrícula de honor. Durante mucho tiempo me hizo creer de verdad en el amor eterno, en las mitades perfectas y en que uno más uno, cuando hay química, siempre es uno. Me enamoró de la forma más premeditada que un muso puede lograr, vendiéndome humo a cambio de morbo, pintando de color verdad las mentiras que yo quise creer y bautizando cada encuentro virtual o telefónico que me brindaba con licores premium, de esos que a penas te dejan resaca cuando el olvido se despierta por obligación. Sus promesas que, al principio, olían a nuevo empezaron a apestar. Poco a poco se fue convirtiendo en droga y estaba realmente enganchada. Sin él, no era yo. Su ausencia se traducía en dolor físico, moral y si me apuras, incluso espiritual. Cuando mi muso decidía saltar por la ventana y desaparecer unos días, me quedaba atrapada en mi Limbo, intentando sobrevivir a la falta de razones para salir corriendo de mí, a ese misterio que encerraba su verdadera identidad. Nunca supe su nombre real.
El cuento pedía a gritos un final tan perfecto como el príncipe que se encargó de diseñar para mí. Cada vez las expectativas eran mayores. Harían falta guirnaldas y fuegos artificiales en cantidad industrial para decorar la escena.
Elevó al infinito mis ilusiones y me sedujo hasta dejarme sin aliento pero un día, que vi venir en el calendario como quién ve aproximarse un huracán que arrasará su casa, se extinguió su llama. La luz de su faro se apagó sin contar hasta diez y su presencia en formato digital y led dejó de iluminar mi cara de gilipollas. Mejor no verse en el espejo. Mejor pasar la última página de mi libro y pensar que su contenido es fruto de mi imaginación. Mejor inspirarse en pieles que se puedan tocar. Mejor poder contarlo y reír. Mejor ser conscientes de que la vida está para poder estrellarse tantas veces como necesitemos para aprender y que caer también es bueno para levantarse con más ganas. Mejor saber sobrevivir a todos, incluso a nosotros mismos, que dejarse morir para siempre.
Este es mi relato ganador del concurso #Yo sobreviví a… que organizó la editorial Argonautas con motivo de la promoción del libro de Luís Cano: «Cómo sobrevivir a Carla»
Uno de los premios que se llevaba el ganador era la publicación del relato en la revista de la propia editorial, aquí podéis verlo: (poned en el buscador Argonautas y os saldrán todos los números de la revista. Es la nº 9, el enlace no lleva directo a la revista)
http://issuu.com/…/revista_argonautas__08_octubre…/c/scwoif1
Nota: Amore, riposa in pace! Ésta ha sido mi recompensa… no iba a ser todo malo! 😉
(Sé que tu corazón y tu alma, serán míos para siempre)