La brisa tonta de finales de mayo

banco central park

—¿Me quieres? —preguntó Alice al joven que, agarrándola por la cintura, dirigía el paseo por el parque.
—Claro —respondió él tajante, después de un sospechoso silencio para ella.
Mike oteaba el horizonte en busca de algún rincón donde evitar las miradas de posibles paseadores de perros.
—¿Cuánto? —replanteó coqueta mientras deslizaba su mano derecha por debajo de la camiseta de su novio tentándole.
—Demasiado —mintió interceptando a la intrusa de manicura francesa para frenar sus intenciones.
A Mike no le gustaba esa actitud juguetona de Alice, sobre todo, porque nunca terminaba la partida. Esta vez,sin embargo, tendría que llegar hasta el final o la dejaría; se había cansado de esperar y de tener que machacársela como un primate para aliviarse.

El pulmón de Nueva York respiraba aliviado del frenético ajetreo de visitas de turistas acalorados y grupos de escolares, de pintores inspirados y deportistas aficionados, de ejecutivos de tupper y vagabundos sin techo, de calesas de paseo y bicicletas de recreo, de carteristas que malviven del hurto y ancianos que se dejan robar por unos míseros segundos de compañía. La noche iba dejándose caer y un infinito de luz artificial abrazaba las sombras en un silencio relativo. Ya sólo quedaba espacio para los enamorados, las alimañas, los enfermos mentales en busca de víctimas, algún músico callejero de los que regalan melodías a esa brisa tonta de finales de mayo y los típicos locos por el footing nocturno. En el camino, se cruzaron con una mujer que iba llorando desconsolada mientras arrastraba un carrito de bebé vacío. Estaba tan entregada a su aflicción, que no se dio cuenta de cómo la miraban. Una loca más, pensaron haciendo caso omiso al desconsuelo.

Mike localizó una zona sombría con un banco de madera donde condujo a Alice. Casi sin mediar palabra, atrapó su inocente rostro y su boca se abalanzó sobre ella con intención de devorarle cada milímetro de piel. Alice correspondió esas fuertes embestidas perdiendo sus manos entre la ondulada melena de Mike y arremolinando sus dedos con fuerza sobre esos mechones dorados que invadían su cara. Sus respiraciones comenzaron a acelerarse. Él la tomó por la cintura y con un suave gesto, la guió para que se sentase sobre sus piernas dándole la espalda. Ella, contrariada por no poder verle la cara, se dejó hacer. Notó, a través de la fina tela de su falda plisada, la erección de Mike bajo sus vaqueros mientras sus manos, que habían pasado de la cintura a sus muslos, recorrían despacio cada poro de su blanquecina piel. Subieron por sus caderas y, veloces, penetraron a través de su blusa para alcanzar sus pechos. Sin perder el ritmo, Mike masajeó con delicadeza esos senos firmes y calientes, sintiendo cómo los pezones se erizaban con el roce. Alice jadeaba sedienta contoneando sus caderas sobre la entrepierna de Mike, al tiempo que recostándose sobre él agarraba su nuca para obligarlo a morder su cuello. El riesgo de que alguien pudiera verles la ponía muy cachonda y decidió que se dejaría llevar esta vez. Él, separó sus piernas con un ágil movimiento y dejó al descubierto unas braguitas de encaje marfil que empezaban a empaparse. Sus dedos arañaron la piel del abdomen de ella y se precipitaron desbocados hasta sus ingles en forma de caricia, luego, los introdujo bajo la tela y sintiendo cada rincón de un sexo que lloraba de placer, comenzó a masturbarla. El primer orgasmo afloró enseguida, el segundo decidieron buscarlo juntos sobre la hierba. Sin parar de besarse, fueron liberándose con ansia de las prendas que impedían el contacto y tanto ímpetu les hizo caer rodando hasta unos arbustos.
—¡Aaaaah! —gritó ella asustada apartándose a un lado.
—¿Qué pasa Alice? —interrogó Mike viendo peligrar su turno de éxtasis.
—¡¡Ahí!! —dijo ella señalando la zona en la que su espalda había chocado con algo. —¿Qué es eso, joder? —añadió tapándose el pecho con la blusa.
Mike encendió su móvil para inspeccionar y se encontró con un paquete hecho con periódicos viejos y cinta de carrocero.
—Mike, ¡no lo hagas! —ordenó autoritaria cuando le vio dispuesto a desembalar la sorpresa. Él, intrigado, ignoró la advertencia.

Entre las páginas, surgió un sudoroso recién nacido. Estaba como adormecido y sin signos de violencia.
—¡Hija de puta! —bramó enfurecido acordándose de la tipeja del carrito.
Indignados y asustados, cogieron al neonato en brazos y corrieron hacia la comisaría del parque.

Olor a cuerno quemado

cuerno1

Abrí la puerta de casa con tres giros de llave, lo que me indicaba que se había ido, otra vez. Mis pies me arrastraron hacia el sofá donde me dejé caer con todo ese peso de una vida llena de secretos y tabúes. Ir al gimnasio a última hora de la noche se había convertido en un inevitable ritual de descanso para mi nivel de estrés. Mis abdominales dejaron de lamentarse cuando me recosté sobre el chaise longue y estiré la espalda completamente. Como seguía notando cierta tensión en el cuello y mis músculos cervicales posteriores reclamaban un cojín mullido donde apoyar su sobrecarga, varié la posición. Me acomodé según las instrucciones que dictaba cada parte de mi madura figura e intenté vaciar mi mente de conjeturas, concentrándome tan sólo en mi respiración. Tomé aire primero con cierta lentitud y luego, manteniendo hinchado el abdomen por unos segundos, lo expiré despacio por la boca. La tarea de enlentecer el tráfico de oxígeno que necesitaba mi organismo me procuraba un bienestar y un sosiego mental que me hacían olvidar todas esas teorías que mi enrevesado cerebro diseñaba sin evidencias claras ni pruebas incriminatorias. Mi estado de atención plena se veía atacado por multitud de interferencias oníricas, algunas claras, otras más difusas pero igual de perturbadoras. Me sorprendí fantaseando con aquel bailarín de strip-tease de mi despedida de soltera: un metro ochenta de músculo y fibra que contoneaba su trabajada silueta de forma sugerente. Estaba completamente desnudo salvo por una máscara de raso y lentejuelas que cubría su rostro. Su imagen me incitaba a traspasar la frontera de la honestidad y a ser desleal con mis principios de buena fe, prudencia y confianza legítima. El cariz de mis fantasías empezaba a oler a cuerno quemado así que volví a mi realidad, que no hedía de distinta forma que mis sueños, solo que en este caso era yo la que tenía el rol de víctima. Volví de nuevo a concentrarme en mi respiración. Mi sesión de Mindfullness improvisada se vio interrumpida por su llamada.

—Hola —respondí al identificar su nombre en la pantalla del móvil. —¿Hoy tampoco cenas en casa?

—Si, estoy de camino pero me gustaría ir a comer algo fuera, ¿te apetece?.

—Yo… estoy hecha un amasijo de agujetas.—repuse en forma de excusa.

—Iremos en coche —organizó ignorando mis evasivas. —Te espero en el portal en doble fila, tardaré unos diez minutos en llegar.

Maquillé la decepción que hacía semanas adornaba mi rostro y me enfundé en el vestido corto de Gucci que me regaló cuando me despedí definitivamente de la treintena. La elección de esa prenda en concreto no fue al azar, quizá se debió a una decisión de mi subconsciente para recordarle que apreciaba sus detalles. Me subí a los Jimmy Choo y dí unos pasos sobre la alfombra, para comprobar que esos centímetros de tacón eran compatibles con la mialgia diferida de mis gemelos.

Esperé en la calle, todavía no estaba su coche. Consulté mi reloj de pulsera y comprobé dos cosas : que había pasado casi media hora desde que había llamado y que la pulsera estaba empezando a perder su baño de oro blanco y su brillo inicial. Ese pensamiento me recordó que nuestra relación tenía un desgaste similar. Antes, cada gesto relucía, ahora, me conformaba con divisar un resplandor a lo lejos.

Un irritable claxon me advirtió de su llegada. Su recién blanqueada sonrisa me mostró sus disculpas por la demora. Mi rebosada paciencia no las aceptó y se dispuso a hacerle un traje de reproches durante el trayecto al restaurante pero antes de arrancar, estiró el brazo hasta el asiento trasero y cuando regresó su extremidad superior, lo hizo acompañada de un enorme ramo de flores silvestres. Bajé la cabeza, avergonzada, arrepintiéndome una vez más de mi efervescente ira y de prejuzgarlo todo sin esperar a conocer las razones.

Me acerqué a besarle en los labios y pude oler ese perfume de mujer que impregnaba su cuello. Era el mismo aroma que olfateé en su camisa ayer y similar al que inundaba el coche hacía una semana. No quise seguir flagelando mi ánimo y decidí presumir su inocencia. Me había jurado fidelidad hasta la muerte delante de un juez y no podía romper su promesa, o eso me gustaría creer.

—Te has puesto el vestido, —observó de reojo mientras ponía el intermitente para incorporarse a la circulación — te queda genial. —añadió con tono conciliador.

—Gracias. —respondí sumergiendo mi nariz en ese trocito de bosque que frenó mi irritación y absorbí todos sus matices florales. Una parte de mí, deseaba que terminase esta falsa cita conyugal para estar de vuelta en casa, otra, la más inconsciente, deseaba que parase el coche en el arcén y se abalanzase sobre mí arrancándome el vestido con la misma fuerza primitiva con la que embiste a la dueña de ese perfume barato.

La cena transcurrió entre ruidos de cubiertos al chocar con los platos y silencios absurdos para mí y generosos para él, que le encantó poder centrarse en su carne sin tener que responder a mis preguntas de formulario. Traté de indagar en vano sobre el motivo de tanta reunión de trabajo. Lo único que repetía entre bocado y bocado era: “incremento de las ratios de producción y expansión empresarial”. En vista del hermetismo que desprendía, desistí de seguir forzando una confesión que no estaba dispuesto a vomitar.

Al día siguiente, aprovechando que mi marido tenía un partido de tenis con unos compañeros de la oficina, llamé a mi amiga Diana para ir de compras y así poder sacar la cabeza de esta pecera en la que me estaba ahogando poco a poco. Aceptó encantada, las tiendas eran su debilidad. Quedamos en el centro comercial en frente del escaparate de Escada. No la vi llegar cuando me sorprendió por detrás con un efusivo saludo. Aparté mi vista de ese pintoresco paisaje de ciervos alados que esa empresa de moda femenina había recreado de forma tan divina y me topé con una mujer radiante, sexy, elegante y mucho más rubia y delgada que cómo la recordaba. Tampoco hacía tanto tiempo que no nos veíamos. Tal vez un par de meses, quizá más. Se acercó sonriente y tras subirme la mandíbula con su mano, yo no daba crédito a este tipo de milagros, me propinó un fraternal abrazo mientras me repetía una y otra vez que se alegraba mucho de verme. Noté el rastro que su perfume dejó en el aire a mi alrededor y sentí que me mareaba. Las piezas del puzzle empezaban a encajar en mi cabeza. Todos esos detalles que recopilé durante días y que metía en mi saco de paranoias de loca desconfiada comenzaban a tener sentido y noté esa sensación de alivio que percibes cuando te das cuenta de que no eres una enferma mental. Sonreí aliviada y besé a Diana en busca de una complicidad prestada que me serviría para hundir a Mario.

«Los libros son…

«Los libros son como los amigos, no siempre es el mejor el que más nos gusta.»
Pío Baroja.

Aunque alguien dijo que la vida es muy breve como para perder el tiempo leyendo libros de escritores nóveles con la de grandes clásicos que existen, yo considero que hay que leer de todo. Creo que debe darse una oportunidad tanto a esas joyas literarias consagradas, que no por ser reconocidas mundialmente pueden deslumbrarle a uno, como a esos nuevos descubrimientos que se pueden hacer en los sitios más insospechados. Hay gente realmente buena a la que no conocemos (p.ej. A mí no me sonaba de nada Patricio Pron y cuando le ví en la Feria del Libro con su libro «La vida interior de las plantas de interior», no pude resistirme. Es un genio de la narrativa. A Eloy Moreno le conocí de la misma forma y pasó de ser un auténtico desconocido a vender miles de volúmenes, claro que, éste se lo curra muchísimo y tiene una interacción con los lectores brutal).

Es cierto que hay grandes clásicos de indiscutible talento y maestría, p.ej. «El ensayo sobre la ceguera» de Saramago, que me parece de lo mejor que he leído en la vida, pero… hay otros que, para mí, no valen todo lo que se dice, p.ej. «El viejo y el mar» de Hemingway, que me pareció un tostón infumable. Mientras voy combinando las lecturas de best-sellers con autores menos conocidos, sigo abogando por todos esos nuevos talentos que a veces tenemos la suerte de encontrar por el camino y que nos hacen disfrutar, al mismo nivel o más, que un escritor de prestigio.

Dedicado a todos esos diamantes en bruto, que no necesitan pulirse para brillar.

Recopilación de relatos para Literautas 2012- 2013

portadaHe estado recopilando las escenas en las que participé del Taller de Literautas durante 2012-2013 y he creado esta especie de libro. En él, refundo los relatos con los comentarios que he recibido sobre ellos.

Descubrí el taller de Literautas por casualidad. No recuerdo bien si fue navegando por webs sin buscar nada en concreto o si me enteré de su existencia a través de alguna conocida red social. Las entradas que iban publicando en su blog me parecieron de lo más interesante y, cómo me venían bien sus consejos para esta afición a la escritura que tengo desde siempre, me decidí a seguirlo. Lo del taller de escritura creativa que tenían montado ya estaba en marcha. Cuando les conocí, iban por la segunda escena: “misterioso asesinato en la montaña”. Me pareció curioso y como nunca había participado en ningún taller (aunque sí había considerado muchas veces la idea de apuntarme a uno de esos presenciales), decidí apuntarme para ver si me gustaba la experiencia.

Mi primer relato, que escribí en el mes de octubre de 2012, se tituló: “Los hermanos Dreston”, un reto que no debía superar las 750 palabras en un marco predefinido y ciertas instrucciones que cumplir. Fue divertido crear un texto ciñéndose a esas directrices. Luego tocaba valorar el aspecto formal, el contenido y dar una opinión personal de 3 relatos que te asignaban al azar y si cumplías con este cometido, a finales de mes recibías los comentarios al tuyo de otros tres participantes. La verdad es que animaba mucho leer esas palabras amables de gente que no te conocía de nada y comprobar cómo, por regla general, gustaba y apreciaban tu trabajo. Finalmente, se publicaba una recopilación con todos los relatos participantes. En esa ocasión, fueron 71 los que se presentaron, con lo que no era difícil seguirles la pista a la mayoría.

Pronto me enganché a estos propósitos mensuales y los convertí en un hábito. Literautas iba haciéndose cada vez más conocido y el número de escritores aficionados, o no, se incrementaba con cada escena. Actualmente participan más de 100 aficionados a la escritura y es imposible leer todos los relatos.

En esta compilación reúno los 10 relatos que escribí de los 13 propuestos. La primera escena me la perdí, por haberme incorporado al taller una vez iniciado y la octava y novena, las dejé correr por falta de tiempo, ganas e inspiración.

Los títulos con los que participé fueron:

  • Escena 02: “Los hermanos Dreston” (octubre 2012)

  • Escena 03: “Arquitectura de una farsa” (noviembre 2012)

  • Escena 04: “Misión impresión” (diciembre 2012)

  • Escena 05: “El sueño de Sibory” (enero 2013)

  • Escena 06: “El otro lado de la acera” (febrero 2013)

  • Escena 07: “El abordaje de Chester” (marzo 2013)

  • Escena 10: “Primer entrenamiento” (junio 2013)

  • Escena 11: “El ingrediente secreto” (octubre 2013)

  • Escena 12: “El trofeo impotente” (noviembre 2013)

  • Escena 13: “Un candado en tu boca” (diciembre 2013)

 De julio a septiembre hubo un periodo de descanso vacacional para reponer las pilas y el taller volvió a arrancar con una nueva escena el 1 de octubre. El verano empezaba con un regalo para todos los que participamos: un libro de recopilación de textos. Teníamos que elegir y enviar sólo uno de nuestros relatos de las 10 primeras escenas propuestas. El equipo de Literautas los revisaba y si reunía todos los requisitos que pedían, lo publicaban. El libro lo sacaron en formato digital para que todos pudiésemos descargarlo en el siguiente enlace: http://www.literautas.com/es/taller/libro-taller-montame-una-escena-recopilacion-1/

A todos nos hizo ilusión ver nuestros nombres y trabajos reflejados en el libro. Es la primera vez que me publican algo y, la verdad, es que da mucho gusto. Lo tengo impreso, encuadernado y guardado con mucho cariño. Lo mismo haré con éste recopilatorio y con los futuros si los hay…

Sirtwoot Cotton Women´s

Sin títuloEl reloj de ese espacio que tantas veces me sirve de cobijo, la cocina, y al que he quedado relegada sin opción de elegir por haberme casado con un machista genético, ya marca las 7:00 de una mañana todavía cabizbaja pero que promete ser primaveral. De todas maneras, pienso, no debe preocuparme la climatología porque cuando salga de la fábrica ya casi será de noche. Así es mi día a día, una constante búsqueda del sustento para una familia numerosa a la que le cuesta mantenerse nutrida con equilibrio y respetada en sus derechos por una sociedad que se despierta machista y se acuesta intolerante e insolidaria a partes iguales.

Mi marido no tiene suficientes ingresos para cumplir con las obligaciones de manutención de sus tres hijas y parte de lo que gana, con el abundante sudor de su frente en las obras del metro subterráneo de Nueva York, se lo gasta en timbas de Póquer clandestinas con esos compañeros nuevos e insanos que han contratado en la compañía. Yo llevo trabajando en la fábrica desde los veinticinco años, toda una década prestando servicios para ese imperio textil que pretende monopolizar el mercado a base de una miserable e injustificada explotación. Al poco de tener a mi tercera niña y debido a una necesidad urgente por mantener a flote una economía doméstica que agonizaba, me vi en la obligación de mendigar un puesto de trabajo en donde fuese. Gracias al empeño de mi madre, y ahora madre de sus nietas, que desde muy niña me enseñó a coser, me dieron la oportunidad de entrar a desempeñar primero labores de auxilio a las empleadas que confeccionaban las prendas en cadena y luego, en apenas un mes, formar parte como un eslabón más de ese flujo de mujeres trabajadoras que no levantaban la vista de las telas ni un segundo. Recuerdo que tuve que hacer malabares para poder amamantar a mi hija de meses sin dejar de cumplir con las exigencias de esos inflexibles encargados.

Las maratonianas jornadas a las que nos tienen sometidas nos van restando años de vida, casi sin darnos cuenta, porque ya estamos inmunizadas y tenemos el cuerpo entrenado para esas largas torturas laborales. La sumisión es una palabra que forma parte de mi personaje en esta película de miserias y desigualdades, tanto en la fábrica como en el hogar que hemos intentado construir a base de patrones retrógrados y obsoletos. Con esta carga de trabajo, apenas tengo tiempo para estar con mi familia y eso, es lo qué más echo en falta, pero no puedo privar a mis niñas de sus necesidades básicas y me niego a que padezcan una infancia bajo la sombra de la penuria como la que me tocó vivir a mí.

Después de tomar un modesto desayuno y preparar mi almuerzo, me acerco de puntillas a la habitación de las niñas y les doy mi primer beso del día sin despertarlas. Me despido de mi madre que hace unos minutos que ha abierto los ojos y le agradezco, una vez más, todo el trabajo que está haciendo cuidando de mis tres soles.

En la calle se respira un ambiente enrarecido pero prometedor. Camino hacia la fábrica, que por suerte tan sólo está a veinte minutos andando de mi residencia, pensando en que este 8 de marzo será un día diferente y quizás el principio de algo que está por llegar. Algo bueno y positivo para todas las que nos congregamos día tras día en esas torturadoras instalaciones. Son simples promesas de alguien que nos ha unido para reivindicar una lucha que ha empezado en algunos puntos del país; vagas esperanzas de ir mejorando nuestra calidad laboral que nos instan a poner nuestro granito de arena enfrentándonos a los que tienen la batuta para hacerles ver que somos, ante todo, personas y madres de familias que no se merecen vivir en este estado de sumisión que roza la esclavitud. Alguien agrupó nuestros sueños para intentar abolir la precariedad a la que nos tienen acostumbradas, el incumplimiento de muchos contratos de dudosa legalidad, la devoción que debemos mostrar sin remilgos, la invisibilidad de nuestros agotados y aquejados cuerpos y la ausencia de derechos. Mientras el aire fresco de la mañana me va golpeando el rostro encendido por la emoción, medito en las consecuencias de nuestros planes. Los dueños de la fábrica no entienden de protestas y sólo desean su ganancia a cualquier precio, mascullo para mis adentros y ese pensamiento me hace estremecer. Con cada uno de mis pasos hacia la esperanza combato mis miedos y dejo que la ilusión, por muy difusa que se presente, tome las riendas de este día que sin saberlo, se convertirá en un punto de inflexión para futuras generaciones.

En fila india vamos accediendo al interior de la fábrica, mientras uno de los encargados del cumplimiento horario nos hace poner nuestro nombre completo y firmar, previa identificación, en una ajada cuartilla. Ocupamos con alegría contenida nuestros puestos y los engranajes de Sirtwoot Cotton Textile Factory en lugar de carburar con la normalidad con la que venían haciéndolo desde su fundación, se plantan en connivencia con nuestros propósitos. La Huelga estaba declarada formal y activamente. Este día no moveríamos un solo dedo a menos que los propietarios de esa factoría de promesas incumplidas sucumbiesen a nuestras reivindicaciones, que no son más que derechos básicos en pro de la igualdad y del progreso. Pedimos la reducción de la jornada laboral, a al menos diez horas diarias, para poder tener algo de vida, la concesión de un tiempo para la lactancia de nuestros hijos, la igualdad de trato y salarial con puestos similares ocupados por hombres y el incremento de medidas de higiene en las instalaciones. Después del paro acordado haremos una marcha por la ciudad proclamando las desigualdades al cielo para que todo el mundo sea consciente de una verdad que ya saben pero ocultan.

La respuesta de los dueños, lejos de sentarse a negociar nuestras propuestas, es de dimensiones totalmente irracionales. Alguien ordena cerrar las puertas de la fábrica a cal y canto para obligarnos a desistir de nuestra actitud rebelde pero nuestras posiciones se ven más reforzadas al recibir esas oleadas de indiferencia. Entonces, desde arriba, nos instan a abandonar el local y se produce un gran revuelo. Somos miles de mujeres allí reunidas reclamando una causa justa y a pesar de esa incertidumbre que revolotea por nuestras cabezas sobre el futuro que nos espera, decidimos no tirar la toalla y plantarnos con todas las consecuencias. Todas nos negamos a seguir sumisas las órdenes de esos tiranos sin sentimientos y permanecemos en nuestros puestos sin producir.

A las pocas horas de nuestra negativa de desalojo, se produce el caos. Algún desalmado sin escrúpulos lanza bombas incendiarias al interior como método disuasorio de nuestra ocupación pacífica. Esa medida atroz y desproporcionada se le escapa de las manos y todo comienza a arder de forma instantánea. La ilusión de nuestras caras se muda por una mueca de horror y todo se vuelve borroso con el humo y los gritos desgarradores de muchas mujeres que son alcanzadas por unas llamas que no pueden ser controladas. Por suerte, consigo escapar de ese fuego infernal, junto con algunas afortunadas, por una puerta lateral que da a un pequeño callejón que comunica con la entrada principal por Washington Square. Estoy falta de oxigeno y con varias quemaduras leves en brazos y piernas pero, gracias a Dios, estoy a salvo. He sobrevivido a la muerte, pero no a la barbarie de la violencia machista que se ceba cada día con el género que consideran débil pero que les ha dado la vida a todos esos indeseables. No puedo evitar el baño de lágrimas por este inmerecido desenlace y lamerme las heridas para que puedan cicatrizar sin mirar al pasado. Esto no puede ni debe quedarse aquí. El recién estrenado siglo XX tiene que suponer una evolución en todos estos pensamientos rancios anclados en ideales sin fundamento.

Más de cien trabajadoras y compañeras, muchas de ellas buenas amigas, han perecido calcinadas en esa indignante muestra de despotismo empresarial que estoy segura hará mella en una sociedad que se está empezando a despertar. Ojalá nuestro ejemplo fallido predique el afán por luchar contra las injusticias y fructifique en múltiples enfrentamientos pacíficos para plantar cara a todos esos poderes irracionales, tanto patronales como políticos, que no conocen límites y no respetan los derechos de las mujeres tanto en su vida laboral, como en la social y privada. Esto no ha hecho más que empezar…

(Un pequeño homenaje a todas esas mujeres que han luchado por nuestros derechos. Todavía queda mucho por hacer…)

El muro

muro

Desperté al tercer día, según dicen las escrituras y contemplé la obra de mi padre: un pequeño murete en la parte trasera del jardín de casa; una complicada y maltrecha creación de ingeniería civil que rompía la estética de nuestro chalet de dos alturas y tejado a tres aguas.

El cemento estaba todavía fresco y podía observarse como la cimentación de esa barrera mística, que separaba nuestra porción de césped de las lechugas de la huerta de nuestro vecino Moisés, estaba hecha con las mismas prisas con las que un eyaculador precoz le pone una capucha de goma a su virilidad.

La visión del conjunto me rompía los esquemas y la resaca que padecía mi amígdala cerebral no ayudaba para nada a la contemplación armónica desde el cariño que puede profesar un hijo único a su padre diabético y aprendiz de viudo precoz. No podía decirse que fuese un experto en ñapas, sin embargo, sus manos mostraban una destreza asombrosa cuando liaba cigarrillos de esos que te hacen cosquillas en la región posterior del cráneo y con los que no puedes parar de reír. A pesar de todo, lo que tenía delante, a escasos cinco metros de mi nariz aguileña y mis ojeras marcadas, no representa para nada un ejemplo de cierre bien hecho. El pobre hombre habría seguido los pasos de uno de esos tutoriales que prometen convertirte en el más mañoso de los manitas pero, según en qué manos y ojos caigan esos videos, pueden transformarse en lecciones procesadas por inútiles con capacidad cero para interpretar instrucciones precisas y, a veces obtusas y un poco confusas.

Me hallaba ensimismado frente esa especie de insulto hacia el Dios de las edificaciones menores, paladeando, con la misma parsimonia con que una vaca rumia una porción de pasto fermentado, esa manualidad de dimensiones atípicas con la que un progenitor ocioso trata de asombrar a su descendiente directo.

Meneé la cabeza a ambos lados en señal de resignación y me dirigí a la cocina, necesitaba una buena dosis de café para afrontar el resto de la jornada. Me preparé una taza extragrande con muy poco azúcar y me adentré en el pasillo que conecta el comedor con la puerta que baja al sótano. Mis pisadas sobre la madera iban dejando un rastro sonoro y crujiente, muy similar al que se emite cuando devoras una bolsa de patatas onduladas, o eso le parecía a mis entendederas de parásito social y universitario fracasado.

Abrí la puerta y bajé los peldaños sin encender la luz. Era una de esas pruebas tontas que a veces me impongo para demostrarme a mí mismo que cada día soy más imbécil. Si me hubiese caído, es probable que primero me lesionase de gravedad con las aristas afiladas de esa escalera de cemento sin revestir y luego me diese el ataque de risa tonta al ver la sangre impregnando mi traslúcida piel de crápula confeso. Allí estaba, desafiando a la resaca con un brebaje compuesto por cafeína y glucosa y una sonrisa bobalicona mientras recordaba ese desastre de la arquitectura. Mi pequeño laboratorio casero me devolvía la mirada mientras me recibía con las probetas, matraces, cristalizadores y vasos de precipitado abiertos.

Me bebí de un trago el resto de la infusión de grano jamaicano que estaba tan concentrada como debía estarlo yo a partir de ese momento. Me desnudé de cintura para abajo y me enfundé en el traje de faena que es como una sauna sin piedras calientes. No es de lo mejor que hay en el mercado, pero me aísla de los residuos contaminantes y de las sustancias tóxicas con las que trato. Manipulo toda clase de ingredientes químicos y de ellos, extraigo un elixir secreto que cristalizado se convierte en la más refinada de las metanfetaminas. Muchos matan por esnifar mi creación y sentir ese puñetazo de adrenalina que deja sin aliento.

Estaba en plena cocción cuando mi móvil me advirtió de que tenía visita; un colega de la Facultad de Medicina que venía a pillar unos gramos para hacerle un regalo a su novia que acaba de licenciarse en Derecho. Le conocí en una fiesta del Campus hace un par de años a través de un amigo común y desde entonces, nos volvimos casi inseparables.

Le dije que entrase por la puerta trasera de la casa que da directamente a mi templo de investigaciones científicas. A escasos tres minutos de su llamada, la envidiable barba de Leo hizo acto de presencia acaparando toda mi atención; era tan tupida y negra que no dejaba ver ni un milímetro de piel y le confería aspecto de leñador salvador de abuelas de cuento.

Nos saludamos al estilo Black Power primero, porque teníamos más conciencia freak que social, y con un abrazo de oso después para demostrar el afecto creciente que germinaba en nuestro mecanismo de bombear sangre.

Me dijo —Mike, amigo, tengo una noticia buena y una mala —.

Mis ojos inyectados en pura cafeína bailaban una danza que era incapaz de controlar. Centré la vista en un punto fijo para no parecer un puto yonkie adicto a los estimulantes líquidos y le dije que disparase la buena nueva primero.

—Mónica está embarazada. —me espetó sin anestesia epidural ni preliminares enfocados a suavizar el fuerte golpe moral. Tragué saliva para intentar digerir el cambio que esa frase de mierda supondría en nuestras vidas. Es curioso que siendo tan afines, tengamos puntos de vista tan dispares sobre lo que son buenas y malas noticias.

—¿Y la mala? —me atreví a preguntar esperándome lo peor.

—Que… hay una especie de trinchera de ladrillos en el jardín que acabo de derribar con el coche. Parece que el cemento estaba fresco aún y no ha soportado el leve roce del parachoques. —informó rascándose la coronilla y esperando una reprimenda que jamás llegó por mi parte.

Parece que la gran obra de mi creador fue tan efímera como su inmaduro diseño, mascullé dentro de mi disfraz de pvc. Lo malo es que volverá a erigirla entre gruñidos y maldiciones y aquí estaré yo para volver a juzgar el pésimo resultado, lamentando ser su hijo tanto como él lamenta ser el padre de un trasnochado aprendiz de narcotraficante.