“Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro” —anuncia un finísimo y sexy hilo de voz femenino al otro lado de las ondas.
—¡¡¡Para islas estoy yo!!! —brama, para sí, Antonio atrapando con sus rollizos dedos la palanca de cambio. Pone tercera mientras comprueba por el rabillo del ojo, a través del retrovisor, que puede incorporarse al carril izquierdo sin entorpecer la circulación.
La locutora sigue narrando el hallazgo de un anciano con signos de deshidratación que llevaba, hasta la fecha, semanas desaparecido de su hogar. Por suerte, unos niños le habían encontrado en una cueva, desorientado y tembloroso y dieron la alarma a los servicios de emergencias que enseguida se hicieron cargo del asunto.
Antonio que se había levantado con el pie izquierdo tras haber discutido con la Agus la noche anterior, se centra en su cometido: el transporte de pasajeros por carretera y a la vez, invitado por el terciopelo de una voz que le tiene engatusado desde bien temprano, como cada día, se deja perder entre ensoñaciones más efímeras de lo que quisiera.
Se sorprende preguntándose a sí mismo, qué se llevaría a una isla desierta y si podría sobrevivir más de una semana en tan idílico paraíso sin su Agustina o si echaría de menos el arroz de los domingos de la “señora X”, como así denominaba a su suegra, una especie de tentativa de paella que nadaba en abundante caldo de pollo. Siempre pensó que Dios le premiaría, algún día, con algún tipo de súper poder por poner buena cara a un plato tan malo. Algo así como la facultad de poder verle las bragas a la Juani (vecina del quinto) a través de esos vaqueros que lleva y que parecen su segunda piel.
Como tres le parece un número pobre y escaso, se permite elaborar una lista mental de cinco objetos imprescindibles para su subsistencia en esa porción de tierra perdida en el océano.
Masculla en silencio las posibilidades, mientras va recogiendo y reponiendo gente en cada parada.
Lo primero de todo, piensa, me llevaría una radio con unas buenas pilas. No podría concebir un retiro espiritual sin la voz mística de Natalia, esa locutora de acento canario y caderas anchas, o al menos eso se imagina, que cada mañana le provoca sonrisas y en más de una ocasión, alguna que otra inevitable erección.
Lo segundo, un spray antimosquitos. Antonio es de piel sensible y las picaduras le producen unas ronchas tan grandes como el cráter de un volcán a punto de erupcionar.
En tercer lugar, duda entre su amigo Paco, al que considera un objeto porque forma parte de la decoración del bar al que suele ir y su nivel de inteligencia es el mismo que el de una mesa camilla, o uno de sus libros favoritos de los últimos tiempos: “Tengo ganas de morirme para ver qué cara pongo”. Lo echaría a suertes si se diese el caso.
En penúltimo puesto, piensa en la navaja que le dejó en herencia su tío abuelo Alfredo. Una suiza multiusos fabricada en Albacete, que le serviría para dar caza a los mapaches u otros bichos típicos de la zona. Con eso se haría unas buenas barbacoas.
Y por último y no menos importante, a la Flora, una muñeca hinchable que había adquirido de saldo estando soltero y a la que los años y el uso habían dejado un tanto flácida. La moza de látex le quitaría de un apuro en cuanto le diese un apretón de lujuria y sentimentalismo.
El fin del trayecto le recuerda que tiene cinco minutos antes de la siguiente ruta para echarse un cigarro y una meada rápida. Se baja del autobús con el ducados pendiendo de su labio inferior, como el badajo de una campana, se arrima a un muro, desliza la cremallera del pantalón y rebusca con ganas su pirulo tropical, como le llama cariñosamente la Agus. En ese momento, su teléfono móvil empieza a vibrar en su bolsillo.
—¿Si? —contesta con la mano libre.
—Prepara las maletas, ¡pototo! —le anuncia una voz chillona, familiar y sin rastro de terciopelo.
—Coño, ¡Agus! ¿Qué pasa? Estoy meando… —dice mientras se sacude su orgullo ibérico con dos movimientos secos.
—¡¡¡Nos ha tocado el viaje a Tenerife que sorteaba Rogelio, el charcutero!!! —brama henchida de felicidad y añade —Es para tres, mamá también se viene.
—¡¡Nos ha jodido mayo con las flores!! —exclama Antonio pensando en su lista de objetos. Ahora sólo le quedan tres por decidir y uno empieza a tenerlo muy claro, medita con esa sonrisa maléfica de yerno maltratado y vengativo.